ARTE EN PANDEMIAFOGÓN CULTURAL

Poemas de Wallace Stevens, en mi lengua

Wallace Stevens escribió por allí una dura frase que hoy se puede encontrar en cualquier parte, que “El escritor que se contenta con destruir está a la misma altura que el que se contenta con traducir. Ambos son parásitos.” Yo confieso que empecé a parasitear con la poesía de Stevens a fines de abril del primer año de la pandemia para compartir mis traversiones con los amigos y las amigas a quienes les gusta leer poesía, sin tener ni la más mínima idea de que lo que estaba haciendo no era más que parasitear en tiempo de pandemia. Le hinqué el diente a varios de sus poemas, compartí algunos con otros poetas, y luego se me pandemizó el parasiteo con un montón de otros y otras poetas difíciles de encontrar en nuestra lengua, pero sin saber que lo que estaba haciendo era pura y simplemente parasitear o, dicho de otro modo, me había vuelto un parásito por haber contraído el virus de la parasitosis.

Unas semanas atrás volví a Wallace Stevens como quien vuelve a un viejo amigo. Después de todo, él nació en Reading, en el estado de Pensilvania y de no mediar poco menos de un siglo hasta pudimos habernos encontrado casualmente en Market Street, en alguno de sus viajes en tren a la bella Filadelfia. Es sabido que la vida siempre nos sorprende más que la literatura. De modo que como ese pensilvaniense que fui por casi la mitad de mi vida, lo empecé a sentir cercano, amigo, casi entrañable vecino, y seguí leyéndolo y leyéndolo con el mismo interés que si fuera un poeta de Quellón o Chonchi o Ancud o Castro o cualquier isla del archipiélago, vecino de la misma tierra verde, ya sea de estas islas del sur del mundo o de los bosques siempre verdes de William Penn.

Y así fue como entre guitarreo y guitarreo o, mejor dicho, entre lectura y lectura que es casi lo mismo, me topé con la frase que inicia este escrito. ¡Grandísima frase de un grandísimo poeta y más grandísimo hilvanador de palabras! Y precisamente por eso mismo hay que patearle los tobillos hasta que le duelan, aunque a estas alturas no le duela nada ni sea posible golpearlo en el suelo como parece haber hecho Ernest Hemingway, en Key West. Por otro lado, la idea de patearle los tobillos es pura metáfora, de modo que hasta él mismo se morirá de la risa allá en su muerte, aunque sea sólo en un verso fantasioso.

Para cerrar esta breve introducción debo que confesar que disfruté muchísimo poniendo en nuestra lengua varios poemas de mi amigo y casi vecino Wallace Stevens, de no haber mediado casi un siglo, y no tendrá ningún derecho para acusarme de parásito porque yo no traduzco, sino que hago mis propias traversiones, a la manera de quien ni siquiera se preocupa de entender la lengua del otro sino sólo lo que lleva dentro.

                                                                  Altos de Astilleros, 12 de febrero de 2021

WALLACE STEVENS (1879 – 1955). Poeta. Se desempeñó como abogado en diferentes compañías de seguros. Obtuvo el Premio Pulitzer de Poesía (1955) y el National Book Award for Poetry (1955). Publicó en poesía Harmonium (1923), Ideas of Order (1936), Owl’s Clover (1923), The Man with the Blue Guitar (1937), Parts of a World (1942), Transport to Summer (1947), The Auroras of Autumn (1950), Collected Poems (1954), Opus Posthumous (1957), entre otros.

UNA POSTAL DESDE EL VOLCÁN

Los niños que recogen nuestros huesos

Nunca sabrán que alguna vez fueron

Tan rápidos como los zorros en el cerro;

Y que en otoño, cuando las uvas

Hacían más penetrante el aire con su olor

Estos tenían un ser que respiraba escarcha;

Y menos adivinarán que con nuestros huesos

Dejamos mucho más, dejamos lo que aún es

La apariencia de las cosas, dejamos lo que sentíamos

En lo que veíamos. Las nubes primaverales soplan

Sobre la mansión cerrada,

Más allá de nuestra puerta y el cielo ventoso

Clama una desesperanza literaria.

Conocimos durante mucho tiempo el aspecto de la mansión

Y lo que decíamos se volvió

Parte de lo que es… Los niños,

Aún tejiendo aureolas en flor,

Dirán nuestro discurso y nunca lo sabrán,

Hablarán de la mansión que parece

Como si quien vivió allí hubiera dejado atrás

Un espíritu al asalto en los muros desnudos,

Una casa inmunda en un mundo destruido

Un jirón de sombras coronado de blanco,

Manchado con el oro del sol opulento.

LA MUERTE DE UN SOLDADO

La vida se contrae y se espera la muerte,

Como en una temporada de otoño.

El soldado cae.

 No se convierte en un personaje de tres días,

Imponiendo su separación,

Exigiendo pompa.

La muerte es absoluta y sin monumentos,

Como en una estación de otoño,

cuando el viento cesa,

Cuando el viento cesa y, sobre los cielos,

Las nubes siguen, sin embargo,

En su dirección.

LOS ACANTILADOS IRLANDESES DE MOHER

¿Quién es mi padre en este mundo, en esta casa,

En la base del espíritu?

El padre de mi padre, el padre de su padre, su …

Sombras como vientos

Vuelven a un antepasado antes del pensamiento, antes del habla,

En la cabeza del pasado.

Van a los acantilados de Moher que surgen de la niebla,

Por encima de lo real

Surgiendo del tiempo y el lugar presentes, sobre

La hierba verde y mojada.

Esto no es un paisaje, lleno de sonambulaciones

De poesía

Y mar. Esto es mi padre o, tal vez,

Es como era

Una semejanza, uno de la raza de los padres: tierra

Y mar y aire.

El Arte en Tiempo de Pandemia: Dr. Carlos Trujillo

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