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¡Malvados programadores!

Una Columna de Opinión de Camilo Chacón Sartori, Estudiante de doctorado del Instituto de Investigación en Inteligencia Artificial, Barcelona, España.

Hay varios estereotipos exagerados que se les atribuyen a los programadores. Algunos dicen que les gusta trabajar en solitario, incluso recluidos en un sótano alejados de todas las desventuras de la vida, donde pocas veces se ve caer un rayo de luz. También se dice que suelen ser rígidos, como un cubo Rubik de un sólo color, donde la creatividad no es algo evidente. Y, por si no fueran suficientes estos cargos, también se dice que carecen de habilidades sociales. Aun cuando muchos de estos estereotipos sean productos de películas de Hollywood y tengan algo de cierto. La realidad actual es diferente.

Programar es una de las actividades colaborativas más apasionantes y creativas de nuestro tiempo. Pues para producir intrépidas aplicaciones requiere de trabajo en equipo, interactuar con personas de diversas disciplinas, enseñar su conocimiento a otros. Y como diría Joseph Weizenbaum, un famoso científico de la computación:

El programador informático es un creador de universos del que sólo él es responsable. Se pueden crear universos de complejidad prácticamente ilimitada en forma de programas informáticos.

¿Qué universos produce? Algunos de ellos tienen la forma de sus aplicaciones instaladas, como TikTok, Facebook, YouTube; o herramientas de trabajo como Adobe Photoshop o Microsoft Office; o esos videojuegos que le han regalado tantas horas de diversión; o, es más, aplicaciones como Tinder también son deudas que tenemos con los programadores (aunque parezca paradójico). Si evaluamos cada una de estas aplicaciones, lo último que se podría decir es que estas carecen de una pizca de imaginación. Pues nos mantienen ensimismados en ellas a la espera de nuevos estímulos, sean estos positivos o negativos.

Para hacer realidad estas aplicaciones, un programador necesita usar lenguajes que, a diferencia de un lenguaje natural (como el español que usamos a diario), su sintaxis acotada, rígida y simple de usar. Y en vez de emplearla para comunicarse con un humano, lo usa para comunicarse con un computador. Un computador no entiende nada si no se le dan las instrucciones. El programador le da vida a una máquina.

Sin embargo, no es tarea fácil crear este tipo de aplicaciones, pues constan de miles de líneas de código trabajando al unísono, no exentas de errores, escritas por decenas de programadores, que no trabajan solos, más bien, todos ellos colaboran para hacer realidad estos “universos”. Es evidente que, para lograr aquello, no es suficiente una mente rígida, sino flexible que piense fuera de la caja. Una mente creativa. Una mente que no tema a crear sinergia y crear vínculos con los demás.

Detrás de cada aplicación reside una cierta belleza escrita en código, que hace realidad el objetivo de una aplicación. Pero, a diferencia del arte —que podemos apreciar en un cuadro o en una pieza musical—, la belleza del código se encuentra oculta a nuestra percepción, no la vemos ni tocamos ni oímos y, por tanto, no es manifiesta. Y nada más algunos “desadaptados”, llamados programadores, pueden vislumbrarla desnudamente para seguir haciendo funcionar nuestro mundo digital.

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