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LA INQUISICION CONDENA A FRAY BENITO MARIN

Este relato no cuenta nada nuevo, pero relata una de esas historias que nadie cuenta. Cada verano, entre los años 1770 y 1788, los curas Benito Marín, y Julián Real, salen del convento franciscano de Castro y se van a recorrer los archipiélagos australes buscando indios Chonos, Calén, Caucahue, Chonques o Taijataf para convertirlos a la “verdadera religión”. En una débil dalca, con diez indios remeros y un práctico, recorren las Guaitekas, cruzan el istmo de Ofqui, navegan por el golfo de Penas, se van por el canal Messier, la isla Madre de Dios, Ayauta, y Callanak. buscan indios desamparados de dios y los santos; después de más de 10 años de andar en estos afanes misioneros, fray Benito Marín regresa a España.

En marzo de 1791, tenía 63 años, vivía en el convento de la villa de Lorca, en la región de Murcia, y por su avanzada edad no dice misa ni predica desde el púlpito; tiene el trabajo de escuchar culpas imaginarias y dar penitencias piadosas para borrar abstractos remordimientos. Pero ser confesor en los tiempos  oscuros y tenebrosos de la Inquisición era un trabajo más peligroso que recorrer los archipiélagos australes soportando lluvias torrenciales, escarchas desoladoras y tempestades infernales.

Los últimos años de la vida de fray Benito Marín estuvieron marcados por la siniestra vigilancia del Santo Oficio; el 20 de marzo de 1791 una joven de 16 años, de estado honesto o sea soltera, lo delató “porque hacía poco más o menos año y medio cuando se confesaba advirtió y experimentó como unas doce veces que fray Benito la tenía asida de la mano, y que la movía como “haciendo una continua fricación, (suave masaje) y en cuanto la apartaba o la envolvía en su mantilla para evitar los tactos, fray Benito, se la buscaba y procuraba deslizarla para continuar dichos tocamientos” que no fueron acompañados de palabras provocativas ni cariñosas, “y lo único que advirtió era que la trataba con el nombre de hijita”. Cosa semejante declaró María Literas, que tenía 12 años, y también Catalina Pérez que tenía 27 años y era casada.

Pasaron ocho años, la acusación parecía olvidada, hasta que el fiscal del Santo Oficio de Murcia la encontró traspapelada y ordenó que se investigase si fray Benito estaba muerto o vivía, y en dónde. Se averiguó que seguía en Lorca ejerciendo de segundo vicario en el convento de las monjas de San Francisco, se buscó en los registros de todos los Tribunales de la Inquisición buscando si existían otras acusaciones. Nada se encontró y el Tribunal mando suspender la causa.

Hasta el año 1803 cuando Dolores Bermúdez, de estado honesto y edad 20 años, lo delató porque “cuando se estaba confesando dicho padre sacó la mano del confesionario y la puso sobre su brazo y la estuvo tocando y palpando mucho tiempo”. En febrero de 1804 otras dos mujeres denuncian sus tocamientos. Se ordenó al comisario de Lorca recoger información de la conducta de las delatoras y de fray Benito. Se encontró que las mujeres tenían una vida arreglada y del franciscano se dijo “que por su exterior compuesto y acciones moderadas parecía un buen religioso y por tal era tenido en su convento” pero “según las declarantes ocultaba con esta máscara su corrompido corazón, muy terrible para el verdadero cumplimiento de los mandamientos de la Iglesia”; después de estas averiguaciones fue llevado a la cárcel de la Inquisición sin saber de qué y quienes lo acusaban. Un mes después se le tomó declaración; “dijo ser religioso franciscano, y su edad 67 años, que estudió Filosofía y Teología en los conventos de su orden, y pasó a América donde durante 17 años ejerció el Ministerio Apostólico enseñando la doctrina cristiana a los gentiles en la Isla del Fuego, inmediato al cabo de Hornos y redujo a la religión católica y bautizó entre párvulos y adultos en la isla de Chiloé como a unas treinta y tantas personas”. Preguntado si sabía la causa de su prisión dijo que presumía fuese porque “cuando confesaba a una mujer en la iglesia de su convento, en Lorca, procurando consolarla, indeliberadamente y como por casualidad le tocó la mano, se la tomó y le asió en la suya”; después que las delatoras ratificaron sus acusaciones a fray Benito le quitan la sotana de San Francisco y le visten con el sambenito de solicitante y es llevado ante el fiscal donde le leen las acusaciones, y le designan un abogado que le aconseja confiese como ciertos los tocamientos que declararon las testigos, y “que todo cuanto había practicado fue conducido de su propia fragilidad sin haber incurrido en el mínimo error contra la fe ni haber tenido la más leve duda sobre los mandamientos de la Iglesia”. Fueron inútiles los sufrimientos que padeció cada verano cuando salía de Chiloé para llevar “la verdadera fe” a los indígenas del fin del mundo; lo encuentran culpable de ser un cura solicitante.

Fray Benito Marín no murió en un naufragio buscando a aquellos pobres infelices indígenas que vivían alejados del reino de Dios. Ni fue asesinado por los salvajes que en sus viajes encontraba en alguna de las centenares de islas ubicadas en el fin del mundo que recorría con la desesperación, el coraje y la misericordia que le faltó a los jueces que cuando era un anciano casi sin memoria lo condenaron a morir encerrado en una prisión del Santo Oficio.

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