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CRONICA DE UNA DERROTA ANUNCIADA

Hoy inicio una serie de pequeñas historias, crónicas de aquella Historia que nunca nos contaron. Historias para entretenerse, historias sorprendentes, historias escondidas, para no creer y cuestionar el modo como otros cuentan la historia de Chiloé.

El 18 de enero de 1826 cuando en el puente de San Antonio firmaron la capitulación, el coronel José Francisco Gana y el auditor de guerra Pedro Palazuelos por el ejército expedicionario, el coronel Saturnino García y el Alcalde de primer voto de Castro Antonio Pérez; se terminaron catorce años de guerra. Al otro día el director supremo Ramón Freire, y el gobernador Antonio Quintanilla, ratificaron la capitulación y anexión de Chiloé a la república de Chile. Así terminaba una guerra que todos sabían iba a finalizar en una derrota inevitable.

En 1820 Quintanilla inició negociaciones secretas con Bernardo O’Higgins, sabiendo que no podía defender la fidelidad realista de un archipiélago donde escaseaban los alimentos, y para financiar gastos de gobierno comenzó a cobrar impuesto por la producción de chicha. Suspendió los pagos a las viudas e inválidos de la guerra, no había dinero para cancelar los sueldos a los oficiales de la guarnición, a los soldados mal vestidos y peor armados se les pagaba con víveres. Para conseguir dinero y comprar armas, a los buques ingleses y norteamericanos que lograban eludir el bloqueo, Quintanilla entregó patente de corso a Mateo Maineri que apresa buques de comercio en las costas de Chile, Perú, Colombia y Guatemala.

En febrero de 1825 llega al puerto de San Carlos la fragata Trinidad y la goleta Real Felipe trayendo oficiales y soldados de los batallones derrotados en Ayacucho. Al saber de la rendición del virreinato del Perú comienza una rebelión. La tropa liderada por los capitanes Fermín Pérez y Manuel Velázquez exige el pago de sus sueldos e incendia las bodegas y algunos almacenes de comerciantes que lucraban con las asignaciones de las viudas y el sueldo de los soldados. Capturan al Gobernador Antonio Quintanilla, al Coronel Saturnino García y al Ministro de la Real Hacienda Antonio Gómez Moreno, los embarcan y encierran con custodia militar en un buque que va a zarpar para Rio de Janeiro; los rescata el coronel José Ballesteros que llega con tropa de las milicias que defienden Castro, y convence a los sublevados para que depongan la rebelión. Quintanilla recupera su cargo, los capitanes Pérez y Velásquez son exiliados, pero en enero de 1826 regresan y “combaten contra sus amigos y paisanos”.

Firmada la derrota el Gobernador Quintanilla acompañado de su esposa y algunos sirvientes, junto con los oficiales de su estado mayor se embarcan en los buques que llevan de regreso a los batallones chilenos a Valparaíso. En ese puerto Quintanilla espera que el rey envíe un navío para viajar a España. Pasan los meses y cansado de una espera inútil Quintanilla, su esposa y su hijo, que ha nacido en Valparaíso, se embarcan en un buque francés. El destituido gobernador gasta, en pagar el pasaje, parte de la fortuna que llevó en su derrota. Los oficiales chilotes del estado mayor del ejército realista, Antonio Sánchez, Antonio Barria, Manuel Garay y Ramón López, que durante dos meses y no más podían conservar el uso de sus uniformes, espadas y sirvientes; frustrados de esperar un buque que nunca llegó regresan a la isla convertidos en simples ciudadanos.

En Chiloé pocos meses después de la anexión se produce una rebelión de las tropas chilenas que buscan iniciar una revolución para derrocar a Freire y hacer que el desterrado O’Higgins vuelva a ser el director supremo. El Gobernador Santiago Aldunate, sin disparar un tiro, termina con la insurrección en la que estaba implicado su hermano. En Chiloé este acontecimiento no tiene repercusión, y meses después el congreso decreta una amnistía a todos los implicados.

En agosto de ese año, por delación de uno de los conjurados, se descubre que exoficiales y soldados del derrotado ejército realista preparan una rebelión contra las injusticias del nuevo régimen. El gobernador Aldunate los apresa y sin realizar juicio alguno ordena que los lideres, entre ellos los capitanes Antonio Sánchez y Antonio Barria, sean fusilados. Así comenzó la anexión de Chiloé.

Permítanme dudar de aquella bonita historia que dice que después de firmar un diplomático tratado, todos fueron amigos. En casi dos siglos nadie se ha preguntado si después de la derrota ¿No se persiguió ni fusiló a nadie? y ¿qué sucedió con los oficiales que mandaban las tropas chilotas? Acaso tenemos miedo de borrar la desmemoria al investigar por qué el artículo diez de aquella capitulación de buenos amigos dice: “Se hechará en olvido y correrá un velo a la conducta que por razón de las opiniones políticas se haya observado hasta el presente por todos y cada uno de los comprehendidos en este tratado”. Colocando una hache donde no había, este artículo prohíbe recordar y ordena la impunidad y el olvido.

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