FOGÓN CULTURAL

AUMEN. A UN PASO DEL CINCUENTENARIO (40) Francisco Coloane y Martín Cerda, mayo de 1986.

El día anterior al inicio de clases del año 1986, aún no era claro si sería recontratado por la Municipalidad de Castro para volver a la actividad docente, luego de ser despedido a fines de 1984. Avanzada la tarde los cuatro profesores castigados por la dictadura en la comuna recibimos la confirmación que al día siguiente deberíamos presentarnos a primera hora en los colegios a los que habíamos sido asignados.

Qué alegría para las familias, los amigos y esa gran parte de la comunidad que nunca dejó de apoyarnos. A primera hora me presenté en el Liceo Politécnico, donde poco antes del mediodía, el rector me hizo pasar a su oficina. Sería largo e innecesario referirse a todo lo conversado, porque lo verdaderamente importante para esta historia es que el rector, Sixto Navarro Cendoya, me informó que él había pedido que me enviaran al Politécnico porque su anhelo era que el colegio también mostrara interés por el área humanista y quería que creara un taller literario. “Tendrás todo lo que necesites -me dijo-, incluso una sala para el taller”. Y así fue. De modo que desde el primer día me sentí en casa y muy pronto empecé a tantear el terreno entre mis estudiantes. El taller literario sería una experiencia inédita en ese colegio, de modo que habría que ganar el interés de los estudiantes para conseguir algo.

Aumen seguía funcionando igual que siempre, pero el año anterior no había recibido nuevos integrantes, puesto que yo no daba clases en ningún colegio. De modo que no hubo caras nuevas en el grupo.  Por lo mismo, intentar en el Poli un trabajo semejante al desarrollado por toda una década en el Liceo Coeducacional no era tarea fácil. Pero era un buen desafío. 

Muy pronto empecé a percibir un gran interés en un grupo de estudiantes. Y como el entusiasmo de unos atrae a otros, el grupo fue creciendo y consolidándose muy pronto. Todos eran del mismo curso. Todos recién llegados. Alumnos y alumnas de primer año de enseñanza media de un liceo técnico profesional.

Este nuevo taller me significó un trabajo doble: reuniones en mi casa con Aumen (es decir, con el grupo mayor) y reuniones en el Poli con el grupo de estudiantes al que estaba incentivando el interés por la literatura. Ninguno tenía experiencia escribiendo poesía o narrativa. De modo que aunque el interés, el esfuerzo y la dedicación eran notables, cuando llegó el momento de la selección comunal de talleres literarios, para asistir al regional, opté por no hacer participar a mi grupo. El rector me lo pidió, pero mi respuesta fue que necesitaban más experiencia, más lectura, más práctica de escritura y, muy especialmente, mayor confianza en lo que escribían porque allí se encontrarían con estudiantes más experimentados. “Le prometo que el próximo año participaremos”, fue mi respuesta.

Contacto con escritores

La primera vez que estos muchachitos y muchachitas se reunieron con el grupo más avanzado de Aumen fue en mayo de 1986, cuando tuvimos la visita de Francisco Coloane y Martín Cerda. Qué tremenda experiencia debe haber sido para estos muchachitos, varios de ellos de sectores rurales y muy apartados de “la ciudad”, encontrarse con esos escritores y muy particularmente con Francisco Coloane, Premio Nacional de Literatura y autor de varias novelas que estaban en los programas de estudio, entre ellas El último grumete de la Baquedano.

Por eso mismo, imaginando el impacto que tendrían Cerda y Coloane en esos muchachitos que empezaban a abrir los ojos a la literatura, unos días antes del encuentro que se desarrollaría en la Casa Pastoral San Francisco, me reuní con ambos en casa de mi padre, donde tuvimos una larga y entretenidísima conversación, que en su primera parte trató sobre temas que sería bueno comentarle a mis estudiantes y a otros, de modo que los hice pasearse por temas como la imagen del escritor en la sociedad, sus propias infancias, la conexión de éstas con su escritura, el mundo chilote, la realidad y la ficción, y muchísimo más como podrán leer en el resto de esta nota. 

Conversación con Francisco Coloane y Martín Cerda[1]

Trujillo: Como ésta es una conversación dirigida, en especial, a los estudiantes de un colegio que tiene como alumnos a chicos de procedencia campesina e isleña, yo pienso que a nivel nacional, incluso en los colegios de ciudad grande se ve al escritor como un ser distinto, quizás por la imagen romántica que siempre se ha tenido del poeta como un ser aislado del mundo o aislado en sí mismo, el poeta ensimismado. Por lo tanto, me gustaría que ambos nos hablaran un poquito de cómo ven al escritor, el trabajo del escritor y la relación escritor-lector.

Coloane: Primero que nada, me ha agradado lo que usted ha dicho con respecto a que el niño chilote, campesino, ve al escritor como algo mitológico, lejano, y no es verdaderamente lo que es, un hombre corriente y común que puede ser como su padre o su hermano o cualquier chilote. Me parece que el tema es interesante y yo solamente le puedo contestar -no aconsejar-, contestar recordándole el caso mío, de mi infancia.

En mi infancia, yo tenía un tío Cárdenas. Yo iba a la Escuela de Huite, aprendía las primeras letras, le llamábamos don Yesca -así le llamaban de sobrenombre- y siempre le vi que leía o tenía un libro. En vez de tener un libro de misa, tenía La historia de Carlomagno. Nunca me lo prestó ni me insinuó que lo leyera, pero yo pasaba frente a su casa, casa antigua, y el libro siempre estaba sobre la mesa. Creo que era el único libro que leía este señor: La historia de Carlomagno. Con los años, me dije, tengo que leer alguna vez la historia de Carlomagno, pero me encontré con que el título era usado muy libremente por muchos historiadores. Y, no sé, eran historias un poco falsas. Hasta que encontré recientemente el libro de un científico francés con el título La historia de Carlomagno, y recién a los 75 años de edad vengo a saber verdaderamente lo que fue ese gran y pequeño rey, al mismo tiempo, que creó el Imperio Franco-Germano. Ésa es una.

La otra anécdota es que el sacerdote amigo de mi madre, don Cipriano Villegas, don Chipe, fue el primero que me obsequió un libro de [Emilio] Salgari, en dos tomos, que se llamaba Dos abordajes. Ahí yo ya estaba en la Escuela de Quemchi y empecé a leer al gran Salgari, las primeras páginas. Y me aburrió tanto porque los naufragios que ocurrían en bote, en lancha a vela, los veía yo de vez en cuando y me habían impresionado de tal manera que yo decía, ¿para qué estar leyendo mentiras?  Entonces, ahí entramos en el famoso problema del realismo que hoy día tiene tantos adjetivos, realismo mágico, por ejemplo. Pero yo creo que si ha habido un realismo mágico es el de Chiloé, empezando por su mitología náutica, el Caleuche, la Pincoya, el Camahueto y todas las otras cosas.

Y, enseguida, el archipiélago tiene una realidad tan mágica, tan extraordinaria, que Neruda que estuvo en Ancud y a los 20 años escribió El habitante y su esperanza, que es una novela, puede encontrar algo del viento y del mar chilote en ese libro. Sin embargo, todavía en esa época, Neruda no estaba desarrollado como un poeta genial y es una novela bastante truncada; [pero] tiene un valor poético.

Por ejemplo, en este momento recuerdo una imagen muy bonita que dice “cuatro caballos negros como cuatro países tendidos a la orilla del agua.” Ahí ya está la imagen del poeta que fue después, pero la novela es una mezcla de delincuencia y de esto, Cantalao, nombres muy bonitos, que a mí, cuando la leí, no me gustó y se lo dije a él. Pero ese tiempo en que no me gustó a mí, todavía no tenía yo una cultura literaria que me la ha dado el tiempo. Yo había leído a Rainer María Rilke, por ejemplo, en Punta Arenas, y tampoco lo entendía. Cuando leí El habitante y su esperanza le encontré un parecido a Rilke. Entonces, yo dije, si alguna vez escribiera -nunca en esos tiempos pretendía ni sabía que iba a ser escritor-, siempre mi propósito será escribir muy claro y muy sencillo para que me entiendan lo que yo he escrito.

Yo creo que no lo he logrado hasta ahora porque me he puesto un poquito a las modas, digamos, con amaneramientos y todas las otras cosas, y ahora que soy académico de la lengua, veo que si me dedico al ‘vicionario’ y al lobo Pablo no voy a escribir nada…


[1] Ocurrida en casa de mi padre, Custodio Trujillo Barría, en calle O’Higgins 756, Castro, en mayo de 1986.

En Huillinco, verano 1976: Orlando Aguilar, Renato Cárdenas, Carlos Trujillo, Francisco Coloane, Luis Esteban Gómez y don Pancho Mansilla.

Carlos Trujillo, Francisco Coloane, Martín Cerda y Nelson Torres con estudiantes del Politécnico, donde se forjaría la última generación de Aumen (mayo 1986).

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