FOGÓN CULTURAL

AUMEN. A UN PASO DEL CINCUENTENARIO (37) ANTIPOETA EN CHILOÉ: Los tiempos de Aumen Nelson Torres Muñoz

En recuerdo y homenaje a Hernán Miranda

A principios de los ochenta, en Puerto Montt, el antipoeta Nicanor Parra inicia su reconquista de Chiloé, lanzando a los cuatro vientos de Llanquihue una mezcla de artefacto y guatapique: “Telegrama a Chiloé: preparen el hoyo… va curanto…”

Eran tiempos de nubes y mareas humanas agitadas. Las protestas contra el gobierno militar se hacían insostenibles, los ruidos de cacerolas alcanzaban también a los poetas que, a su manera, echaban a los horizontes una poesía destemplada, entre trágica y humorística, como un clavo rasguñando una lata de zinc.

El Arcoíris de Poesía, convocado por la Corporación Cultural de Puerto Montt, en los que se contaban poetas como Nelson Navarro, Nelson Vásquez y otros, se vio sobrepasada –como era previsible- por la gigantesca figura del autor de Poemas y Antipoemas, especialmente con sus ponzoñosos versos en los que no quedaba títere con cabeza. No se salvaba nadie, rectores designados, ministros de economía, sacerdotes, fiestas tradicionales: “A ver, Sr. Rector Designado, diga albóndiga…  ¡Albón!”. O bien: “Señora doña María,/ aquí le traigo un pescao,/ si no me abre la puerta,/ aquí lo dejo botao…” Sin comentarios su: “Y ahora, ¿quién nos liberará de nuestros liberadores?

Pero el poeta andaba sediento de sur. Cuando muchacho, según nos confesara más tarde, anduvo en Chiloé y tuvo algunos amoríos con una preciosa muchacha chonchina. Curiosamente, algunos de los poetas chilotes, andaban con una buena carga de poemas en la ondade los guatapiques, lo cual le impresionó, tal vez, con el prejuicio de que los poetas sureños sólo podrían esgrimir versos cargados de lluvia, bueyes y carretas. Y se encontró con antipoesía, neovanguardia, poesía lárica y mucha poesía con notoria influencia de Cardenal, Neruda de Canto General, Vallejo y hasta Pablo de Rokha. “Quiero ir a Chiloé” –expresó. Y de inmediato se iniciaron los preparativos para el viaje. Lo acompañaba el periodista y poeta Hernán Miranda Casanova, que había ganado el Premio Casa de las Américas, de Cuba, con un libro de poemas que titulaba: La Moneda y Otros Poemas (1976).

Durante el trayecto, iba mirando el paisaje y anotando cuanto le llamaba la atención. La más mínima provocación (procesadoras de alimentos de salmón, zarzamoras, espinillos) detonaban una serie de apuntes, para lo cual cargaba un legajo inmenso de hojas tamaño carta cortadas por la mitad. Una vez cruzado el Canal de Chacao (¡qué pensaría, más bien, qué escribiría Nicanor, ahora que se piensa construir un puente sobre el “desaguadero”, de Ercilla!), ve a unos isleños a orillas de los caminos:

  • ¡Miren, esos son los chilotes! Son iguales que nosotros.

En broma, nos daba a entender la actitud superficial, de suma ignorancia, con que los compatriotas del norte ven al pueblo chilote. Claro, no andaban con gorro de lana huiñe, no andaban con medias de lana sobre el pantalón, ni con boinas, ni las mujeres con chales y pañuelos amarrados a la cabeza. Jeans, parkas, pelo largo, y las lolas, buenamozas, coquetas y de finísimo talle. La imagen, burda y folclórica,  correspondía al disfraz con que se presentaban los grupos folklóricos nortinos e incluso algunos de los cultores isleños que -paradojalmente- imitaban a los imitadores de Chiloé.

Como Donoso, Arteche, Gonzalo Rojas y otros tantos escritores notables de la literatura chilena que nos visitaron, Nicanor se alojó en la casa del poeta Carlos Trujillo, en calle O’Higgins, lugar en el que ahora se levanta un mall chino.

La población chilota cercana a la literatura recibió con entusiasmo al poeta. Lectura de poemas, a sala llena, en Radio Chiloé. No se tiene precedentes de un recital poético de nadie, en directo, a todo el archipiélago. La gente aplaudía a rabiar sus versos puntudos y escuchaba con sumo interés sus reflexiones acerca de la filosofía oriental centrada en el taoísmo. Se enamoró de un bosque de avellanos, de más de alguna isla, de los palafitos, de las iglesias y todo quería tenerlo y lo enterraba en verso, en sus apuntes. Lectura de poemas en el Liceo de Castro. Y en Ancud. Hasta que se cansó. Caso serio el del poeta de la cotidianeidad: apenas siente que la rutina toca las plantas de sus pies, le vienen los ataques de náuseas. “Me sentí horrible –expresó- cuando ingresamos hacia el escenario. Como éramos cuatro, me daba la impresión que éramos los cuatro de La Junta”.

El joven profesor y poeta Jaime Márquez y un grupo de escritores chilotes lo llevó a dar un paseo a la plaza. Quedó maravillado con la arquitectura y la imponente iglesia San Francisco. De algún lado salió el tema de la olla común, que atendía a los cesantes en alguna parte en alguna población. “Yo quiero ir” -expresó de inmediato. Los acompañantes se quedaron mirando los unos a los otros, ninguno tenía la más mínima idea de dónde se encontraba la olla común. “Pero, Dios me libre, con estos revolucionarios de cartón”, acotó, riendo a mandíbula batiente. Claro, eso les hizo comprender que tal vez se había equivocado el rumbo de la supuesta difusión cultural, cuyos escenarios no salían de peñas, teatros o lugares del centro de la ciudad de Castro. Parra seguía dejando huella.

Al llegar a la población en donde se encontraba dicha olla común, alguno de los poetas presentó a Nicanor, como el poeta, el escritor aspirante al Nobel, etc. La gente saludó con un movimiento de cabeza y sonrisas. Nada más. Entonces, Nicanor, viejo zorro, toma la palabra y dice: “Soy hermano de Violeta Parra” y ahí la gente se pone de pie y corre a abrazarlo y entregarle evidentes muestras de cariño.

Otro de los paseos, el cementerio de Castro y otra de sus salidas chispeantes, llenas de aguda profundidad reflexiva. Lee un cartel dispuesto en la entrada al recinto del camposanto: “SE PROHÍBE ESTRICTAMENTE LA DENTRADA A LOS VENDEDORES AMVULANTES”. Pero él no se ríe de las faltas de ortografía. Mal que mal, lo había redactado el panteonero y no tenía por qué ser catedrático de las letras castellanas. Dice: “Estos chilotes no dejan de sorprenderme, éste debe ser el único lugar del mundo en donde los vendedores ambulantes están condenados a la vida eterna”.

Parra, dicharachero, atento a cualquier expresión, ingenioso, cazador de ruidos e imágenes, hizo reflexionar a los poetas y artistas chilotes de esos años. Dirigir la mirada hacia sí mismos, como chilenos en un país en donde apenas si se dignan a estampar el dibujo de la isla grande en el mapa. Y a ver la situación de crisis e indignidad en que vivían, la mayoría de los artistas. A reflexionar acerca de la filosofía que colmaban sus versos ecológicos, muy acordes con la sobreexplotación de los recursos naturales del archipiélago. Y, especialmente, a dejar ese mensaje de hacer del oficio de poeta un acto de creatividad en plena conjunción con la realidad que se vivía en el momento. Nunca más, para ningún poeta chilote, el oficio de escribir sería un acto para aplacar las furias y fantasmas reprimidos como entes individuales, sino, para asumir la escritura como una actitud de vida implicada con la sociedad.

Cuando el poeta se fue, era evidente que la isla -como en los tiempos del terremoto del 60– no estaría ya en el mismo lugar. Incluso los castreños ya no serían los mismos nunca más. Todavía, pasados tantos años, nos acordamos de las sabrosas salidas ingeniosas de Nicanor y de los poemas de Hernán Miranda, en que Doralisa se desperdigaba por la línea del tren y que tanto nos impresionara.

Sabiamente, Nicanor, comprendiendo que, como hacía miles de años, los aborígenes ya estaban aquí, cuando Ercilla escribe sus octavas en que se ufana de ser el único en llegar, deja a los castreños: “Aquí llegó, donde otros ya llegaron…”

Jaime Márquez, Rosabetty Muñoz, Nelson Torres, Nicanor Parra, Carlos Trujillo y Hernán Miranda (1983).

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