FOGÓN CULTURAL

AUMEN. A UN PASO DEL CINCUENTENARIO (31) PRIMERA VISITA DE GONZALO ROJAS

Debe haber sido en 1980 o 1981, en una de mis pocas escapadas a la capital, Toti España me dijo, “Carlos, quiero que conozcas a Gonzalo Rojas”.  Gonzalo, que en 1979 había regresado a Chile tras seis años de exilio, ya había conocido a Toti, que por esos años residía en Santiago, y le había pedido unas palabras de presentación para su libro Dawson. Desde entonces estaban en contacto.

Gonzalo Rojas, está en Santiago –me dijo–, pero esta noche viaja regresa a Chillán, así que si quieres conocerlo, vamos ahora mismo a la Librería América del Sur, de César Soto. Quedamos de encontrarnos allí, a la tres de la tarde.”

Partimos raudos hacia la librería de César Soto. En el camino me iba hablando del regreso de Gonzalo, de su poesía y de lo importante que era su vuelta al país para los poetas jóvenes. Yo le comentaba lo poco que sabía de él. Había leído poemas suyos en antologías, pero nunca había tenido, en mis manos, ninguno de los hasta entonces escasos e inubicables libros del autor de La Miseria del Hombre. Sin embargo, le dije, recuerdo perfectamente un par de poemas suyos, y hay uno que recuerdo en especial porque me impresionó muchísimo desde la primera vez que lo leí. El poema era “Una vez el azar se llamó Jorge Cáceres” y lo leí por primera vez en la Antología de poesía chilena contemporánea, de Alfonso Calderón, Editorial Universitaria, 1971.

Poco tuvimos que esperar porque el poeta apareció muy pronto en la librería luciendo un abrigo que lo hacía verse más bajo y rechoncho, apurado como quien sabe que le queda mucho por hacer y, por si fuera poco, en unas horas deberá tomar el bus al sur. A su larga y hermosa casa de Chillán. Gonzalo fue muy amable con nosotros. Hablamos un buen rato, pero no recuerdo nada de lo que se dijo. Llevaba un bolso de cuero color café, una especie de maletín parecido a esos que usaban los vendedores viajeros de antaño. Claro que él no llevaba muestras de productos para su promoción y venta sino que su maletín estaba atiborrado de papeles, revistas y libros. Seguramente gran parte de esa carga de palabras escritas se la habían endilgado los poetas jóvenes de la capital que como los de todo el país se las arreglaban para publicar sus versos en hojas sueltas, revistas grupales y uno que otro librito mal impreso y distribuido mano a mano entre los amigos y los amigos de los amigos, casi en total clandestinidad.

Me causó una muy buena impresión el poeta. Pero lo que se me grabó con mayor fuerza y persistencia fue su imagen algo informal, de viajero apurado, en la que se mezclaba un no sé qué de profesor de pueblo chico y otro no sé qué, aún más indefinible, de vendedor viajero, de esos que recorrían las ciudades y pueblos del país, almacén por almacén, tienda por tienda, llevando las novedades y las gangas que ofrecían las casas comerciales de las ciudades grandes, y que mostraban a los comerciantes, quienes tras firmar un montón de papeles se comprometían a pagarles con cheques a treinta, sesenta o noventa días.

Pasaron los años y, tal como había pronosticado Toti, el nombre de Gonzalo Rojas empezó a escucharse más y más en el medio nacional. Sus poemas empezaron a publicarse en numerosas revistas y antologías, y lo más inusitado –considerando que entre 1948 y 1977 había publicado sólo tres libros—se imprimieron varios libros suyos en un tiempo brevísimo, incluidas dos ediciones de su voluminoso Del relámpago, una excelente muestra antológica.

Castro 1984

Fue en 1984 cuando Gonzalo Rojas vino por primera vez a Castro. Los detalles de cómo se generó su interés por viajar a Castro no los recuerdo en absoluto, pero en ese tiempo ya nos carteábamos abundantemente y me alegraba mucho que en cada uno de sus envíos incluía algunos de sus poemas más recientes, escritos a mano.

Lo que sí recuerdo perfectamente es que avisó que llegaría con su esposa y una buena amiga de ambos, la Dra. Estrella Ogden, profesora de una universidad norteamericana. Como en Castro no había instituciones que apoyaran, ni mucho menos financiaran la visita de poetas o artistas de cualquier tipo, yo sabía que debería encargarme de esas tres personas, lo que no era fácil, puesto que si bien en mi casa, es decir la casa de mi padre, podría recibir a Gonzalo e Hilda, la tercera quedaba en el aire. No había espacio para ella. Afortunadamente, Mario Contreras -ya  de vuelta en Castro– se ofreció para alojar a la profesora Ogden.

Tampoco recuerdo la fecha exacta, ni el mes, en que llegaron las visitas, pero fue en temporada de invierno por la ropa que llevaban, según se puede ver en las fotografías que conservo. También recuerdo que su visita a Castro había concitado el interés de los poetas de todo el sur, así que estábamos seguros que su llegada acarrearía muchas otras visitas.

Estábamos recién iniciando nuestra primera reunión con Gonzalo, en casa de mi padre, cuando sonó el teléfono. Era un poeta valdiviano preguntando cuántos días se quedaría y si tenía planes de pasar por Valdivia. Al día siguiente, llegó Pedro Jara, quien se quedó en Castro todo el tiempo que permaneció aquí nuestro invitado.

Para su recital, la comunidad franciscana nos facilitó el salón de la Casa Pastoral, pese a que aún no se inauguraba el edificio. Fue un acto memorable. Un lleno total que tomó por sorpresa al propio poeta, quién se sorprendió aún más cuando en medio de su lectura, el público empezó a pedirle algunos poemas en particular.

Puedo afirmar que el recital de Gonzalo Rojas en Castro sirvió de marco de referencia a muchos de los poetas jóvenes, en el sentido que vieron una nueva manera de leer poesía y una nueva manera de interactuar con el público. Desde que se paró sobre el escenario, lo que vimos y oímos fue no sólo la lectura de un poeta mayor sino una verdadera lección de cómo debe leerse la poesía y cómo el poeta debe interactuar con su público. El poeta –vestido con un traje oscuro, camisa roja, suspensores anchos y corbata negra-, en un dos por tres, borró la imagen del autor que se sienta frente a una mesa a leer sus escritos uno tras otro, y lo que vimos fue a  un actor poniendo en escena su acto, su personaje y sus poemas, de la manera más asombrosa. Era tal mi asombro por el carácter y el tono encantatorios de su lectura que la única analogía que se me ocurrió con algún personaje de mis recuerdos fue, en el mejor sentido del sentido, con esos personajes que llegaban de vez en cuando a Castro cuando yo era chico y se paraban frente a un grupo de incautos en algún sector del puerto a hacerles pasar por liebre lo que, evidentemente, era gato, consiguiéndolo siempre, sin importar cuántas veces repitieran su acto. El poeta-actor que estaba allí, me parecía uno de esos charlatanes que llegaban cada verano en la década de los cincuenta, cuando Castro era nada más que un pueblo algo crecido, que ni siquiera pensaba perder su inocencia pueblerina. Así de encantados estábamos con la lectura de Gonzalo que tenía a todo el público pendiendo de un hilo.

Debo decir que parte de la lección fue que leyó muy pocos poemas. Tal vez, no más de seis, en más o menos una hora y media. Y no pudieron ser más porque allí fue cuando nos enseñó y nos acostumbró a que la lectura en público debe ser activa, viva, de pleno contacto e interacción con la audiencia. Recuerdo que comenzaba la lectura de un poema y antes de llegar al cuarto o quinto verso se detenía para explicar o comentar algo, que, por un lado, rompía la acostumbrada formalidad de los recitales y, por otro, le daba un carácter de cosa viva, haciéndose y creándose allí mismo con la participación de todos. “Perdón. Creo que comencé mal.” “¡Así no puede leerse un poema!” “¡Disculpen! Voy a comenzar de nuevo”, todo dicho con su tan especial tono de voz. Y volvía a la carga, una y otra vez. “¿Les parece que éste es un poema difícil? ¿Cómo va a ser difícil? ¿Qué tiene de difícil esta poesía? La poesía no es fácil ni difícil, jóvenes. Simplemente es. ¡Bueno! ¡Ahora volvamos al poema! ¡Voy a leer nuevamente desde el principio porque el poema debe leerse de una vez, de comienzo a fin!” Y así nos leía cada poema, invitando e incitando a que lo interrumpieran, a que le preguntaran en cualquier momento, en medio de su lectura. ¡Poesía viva!

Esa noche, mientras cenábamos en la casa de mi padre -que era también mi casa y la mis amigos-, me dijo, “Carlos, ¿cómo consiguen llevar tanta gente a los recitales de poesía? Y ¿de dónde han sacado a ese público tan atento que parece haber leído tantas cosas?” “Estuve días atrás -me dijo- en unas universidades de Santiago y Valparaíso y creo que no hubo más de quince personas en cada uno”.

(Esta nota es parte de un texto más extenso titulado “Recuerdo de Gonzalo Rojas en el día de su nacimiento”, publicado en este mismo diario, los días viernes, 20 y 27 de diciembre de 2013)

Estrella Ogden, Mario Contreras, Aydé Pérez, Gonzalo Rojas, Hilda May, Pedro Jara, Carlos Trujillo y Jaime Márquez, en el terminal de buses.

Por: Carlos Trujillo

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