Crónicas en viaje: Rápidas imágenes de una ciudad fascinante
En esta preciosa ciudad se filmó la película Transpoitting; hemos caminado por las calles y el arco donde el protagonista corre perseguido por la policía en las escenas iniciales. Parece extraña una historia de yonkis, tan dura, en estos días brillantes con aglomeraciones festivas convocadas por el arte. No hay rayados en los muros, apenas algunos (muy pocos) precisamente en la ruta del Tram que va hacia New Heaven donde una de las paradas es el Puerto de Leith, lugar donde transcurre la historia basada en el libro escrito por Irvine Welsh. Aunque no estén a la vista, seguro que hay otras ciudades en los pliegues de esta majestuosa ordenación de edificios antiguos, callejones en desnivel, arcos y puentes de piedra.
He estado leyendo Edimburgo, de Robert Louis Stevenson y su visión no es nada complaciente cuando habla de su ciudad natal con ese amor descarnado pero honesto; a pesar de su fecha de escritura (1878) podemos reconocer lugares con la ventaja de entender su largo viaje por las costumbres, vicisitudes económicas, conflictos bélicos y sus consecuencias. No he podido hacerlo, pero me gustaría sentarme en alguno de las muchas bancas de madera del Jardín Botánico a leer con calma la voz recia de Stevenson. Sí hemos podido caminar por los senderos que llevan a zonas donde se reproduce el hábitat de distintas especies que provienen de China, Australia, ¡Chile! Hay numerosas estaciones de descanso con estas bancas donadas por familiares a nombre de alguien que amaba este lugar, no sólo en este enorme jardín existen: están instaladas en plazas y parques por toda la ciudad como homenajes permanentes a la memoria de los seres queridos, un aporte a la ciudad, un gesto de generosidad para los paseantes.
Lo he dicho: estoy de paso en este lugar, no aspiro a desentrañar todos sus misterios ni posar de conocedora, sin embargo, me gustaría vivir aquí. Además de la belleza escénica, hay silencio y tranquilidad, una amable disposición de la gente, un amplio abanico de actividades culturales más allá de los fabulosos festivales que se concentran en agosto. No todo es bueno, evidentemente; el alto precio de los arriendos, de la alimentación (muy caros los cigarrillos y el alcohol, como campaña para desincentivar la dependencia); las contradicciones como una guardería que cuesta 70 libras diarias (unos $78.000) para propiciar la crianza los primeros tres años, pero se perjudica la carrera de las madres que deben abandonar sus trabajos ¿quién podría pagar un mes con ese costo? menos aún quienes viven con poco más del sueldo mínimo aunque sea muy superior al nuestro. Desconcierta también la existencia de un sistema de locomoción de lujo, buses de dos pisos cómodos, con calefacción, choferes pacientes; desconcierta que al paso de las horas, sus mullidos asientos se vean llenos de latas de cerveza, papeles, basura que los locales atribuyen a los numerosas visitantes invernales. Como sea, es una ciudad que acoge e invita a caminarla, que se despliega con toda su rugosidad y uno siente que puede tocar algo de su esencia al paso de los días.
El domingo 17 terminó el festival oficial. Nos dividimos y los más jóvenes de nuestro grupo fueron a ver una ópera: El Castillo de Barba Azul; nosotros, los mayores, fuimos al concierto de Anoushka Shankar en el Festival Theater, un inmenso edificio vidriado con un teatro interior majestuoso, terciopelo y balcones para enmarcar una experiencia casi mística. Las luces y humo provocan la atmósfera que se abre con el encantador de serpientes y su clarinete soberbio, al centro esta mujer abrazada a un sitar que nos transporta por mundos desconocidos a ratos con ternura, a ratos creciendo para vocear su metálica escalera al cielo. Más sonidos complementan, suman, dialogan; hay un percusionista que se vuelve voz y “conversa”; el cello y la batería que tienen sus solos magistrales logran ratos de sensualidad.
Nada ha terminado, en realidad, sigue el Fringe o festival alternativo y los pubs con artistas de toda laya. Siguen ahí las calles y su largo eco de históricos momentos. Siguen las presentaciones callejeras como los chilenos que conocimos hace unos días: Fernando Mardones Salazar, un extraordinario malabarista de Temuco que vivió y estudió en Ancud y ahora va por el mundo compartiendo su destreza. O el chinchinero que recorre París, Singapur, Alemania tocando y girando que la gente celebra financiando con donaciones. Una curiosidad es que los artistas cuentan con aparatos que les permiten recibir tarjetas de débito o de crédito.
Horacio Durán y yo, presentamos en la Universidad de Edimburgo un recital que podríamos llamar “Cuando me acuerdo de mi país” por lo central que fue este tema de Patricio Manns cantado por Horacio e interpretado con charango frente a un público mayoritariamente compuesto por chilenos y sudamericanos, varios estudiantes de posgrado en la Universidad. Emocionante encuentro, más valorado aún por nosotros, pensando en la enorme propuesta artística que hay en la ciudad.
Alentadores días en que vemos tanta gente disfrutando del arte. No hablamos de unas cuantas personas: son miles emocionados, divertidos, inquietos al unísono. Uno piensa que es imposible no ser un poco mejor después. Uno piensa – otra vez – en la función salvadora del arte.
El Guardián del Mito: Rosabetty Muñoz