FOGÓN CULTURALGUARDIÁN DEL MITO

La poesía del desaparecer

Con el llamado “estallido social” y luego la pandemia como telón de fondo o música ambiental (aunque claro, una música nada pacífica, nada complaciente) esta poesía corcovea y salta sin dejarse ensillar por la autoridad. Y se trata de un rechazo animal tanto en el lenguaje que recoge de todas las fuentes (conviven expresiones callejeras, malas palabras, cultas palabras que debí buscar en el diccionario, préstamos del inglés) o, como el mismo hablante diría: todas las micros le sirven; como en el sentido, el corazón mismo de la escritura y la vida. En su rabiosa exploración de estos días, demuele todo discurso que se acerque a la norma, al poder, incluso la poesía. O esa poesía que se ha rendido a los mecanismos de control. Desata su ira contra la literatura que rodea la claridad, las sentencias o certezas porque las mira como adversarias del verdadero objeto de escribir: explorar en el descampado, en el abandono donde seríamos organismos salvajes todavía o volver a ese momento inicial cuando todavía no estábamos “formateados”, amansados, moldeados.

Mientras el poder y los súbditos actúan en la mesa pública exhibiendo sus mecanismos desembozados, actuando al revés de la cripsis, sentando sus cuartos sin vergüenza como depredadores al acecho; el poeta va delineando lo que entiende por sabiduría: desde la profunda indefensión, la estrategia es fundirse con otros, empezar a leer y revisar lo que otros expresan, lo que hacen, otros vivientes que están dispuestos a enfrentar la muerte con la naturalidad de tantos actos cotidianos “el miedo es el único contagio”. Su afinidad, su compasión (en el sentido griego de acompañar en su pasión) está con el hombre de la calle, que vocea sus artículos para parar la olla, que conoce los códigos de los choros, que es capaz de sobrevivir sin menoscabo a su dignidad. Gente, como en la carta de un preso, que no está dispuesto a mendigar sílabas; gente que está siempre bordeando la rebeldía sin tanto cosmético ni pretensiones con todos los costos que esta actitud tiene en el mundo que se ha construido.

La imagen del puma que baja a la ciudad en pandemia, cuando todos se han tenido que encerrar en las casas; cuando el contacto con otro es un riesgo de muerte, ese puma representa la liberación de las cuerdas que amarran una forma de ser más auténtica, tal vez más feroz, tal vez más poética.

Tal vez lo más inquietante es su iracundo ajuste de cuentas respecto de la autoría en la poesía o literatura en general. La pregunta reiterada de cómo se puede dictaminar algo, de dónde las certezas, un ejemplo gráfico es su llamado a leer a Couve porque allí todo es “leve, amable y brisa” en oposición a la narrativa canónica y timorata (según lectura del poeta) de José Donoso.

El peor camino es sentarse a mirar desde la academia o un lenguaje legitimado por ella, lo que sucede en las plazas, sin ensuciarse, sin reconocer a los mínimos que son más verdaderos y han ganado su humanidad a punta experiencia, por lo tanto, tienen más que decir (si quieren) que el autor pontificando para autoerigirse en imagen sagrada.

Todo el libro es un afán por desprenderse de camisas de fuerza, de moldes, de matrices para volver a lo indómito. Ese puma salta entre las páginas no como personaje libresco, sino como una obsesión que se transmuta para alertar y atacar con los colmillos acerados a quienes se esconden tras la comodidad.

Germán Carrasco (Santiago, 1971) es autor, entre otros, de los libros de poesía La insidia del sol sobre las cosas, Calas, Clavados, Ruda, Mantra de remos, Metraje encontrado y Pumas en la Alameda, y de los libros de prosa Retrato de la artista niña y otros escritos, A mano alzada y Prestar ropa.

Piques

Éramos de caminar eterno, todos.

Fue lo único que nos dejó Padre

del que no heredamos ni una máquina de afeitar.

Los dos cerros de Santiago

eran simples lomos de toro;

cruzábamos la ciudad con frecuencia

como quien cruza un mapa con regla y lápiz.

Al llegar a casa poníamos los pies

en un lavatorio con sal y agua tibia

Era de un metal blanco con borde negro.

Un tío que iba al trabajo

Sumergía una máquina de afeitar

en esa agua tibia con sal

donde yo ponía los pies luego de un pique

y se afeitaba rápido en un espejo

que había en el patio.

El Guardián del Mito: Rosabetty Muñoz

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