El año cuando apareció el Trauko

Esta es la historia de un psicópata que anduvo, hace ya tres largos siglos, por estas islas abusando de niñas impúberes y adolescentes. Un perturbado que a todos fascinaba con sus modales elegantes, su cortesía artificial y una conversación tan cautivante que en la mente creaba esos paisajes que a veces encontramos en los sueños. Hablaba de su viaje en el galeón de Manila que desde las Filipinas regresó cargado de seda, especias y porcelana china. Usaba palabras desconocidas que causaban asombro por lo difícil de entenderlas y porque nunca nadie las había escuchado. Hablaba de seres fantásticos que vio asomar en el mar durante su travesía de Europa a América, de países habitados por gente que amaestraba gaviotas para cazar pescados, de islas donde el pan se cosechaba de los árboles y otras maravillas.
Pero su amabilidad y falsa elegancia escondían un ser sin alma, un trauko desflorador de doncellas, que atacaba a niñas de entre ocho y quince años, en su mente retorcida, las niñas de mayor edad ya eran mujeres viejas. Caminaba apoyado en un bastón por causa de sus piernas retorcidas por el reumatismo, cojeando recorría las callejuelas del puerto de San Carlos, siempre vestido con el mismo desgastado uniforme de oficial de la marina real. Tenía cuarenta años, ya era un viejo sin dientes, en esos años cuando el promedio de vida no llegaba al medio siglo.
Fascinaba a todos con dibujos de mapas y paisajes. Porque hacer mapas era su trabajo y a todos mostraba un superior decreto del Virrey del Perú que lo había comisionado para dibujar los contornos de las islas de este archipiélago, las bahías y sus puertos. Todos admiraban la belleza de los paisajes que dibujaba y en los que incluía los barcos que había navegado siendo piloto de la mar océano.
En 1787 el puerto de San Carlos no tenía más de veinte años de haberse fundado. Era una desordenada distribución de casa entre sitios limitados por estacadas. Una decena de tortuosas calles sin nombre que llevaban a la casa del Gobernador, la Capilla y el fuerte real. Una decena de tortuosas calles sin nombre llevaban a la casa del Gobernador, la Capilla y el fuerte real que era el centro cívico; cerca del mar y a espaldas de un arroyo se ubicaban las oficinas de la Real Hacienda, el archivo de gobierno, los almacenes reales, el mercado de abastos y las pulperías.
Las pulperías eran locales donde los abasteros, empleados por los comerciantes de Lima, cobraban deudas y vendían los artículos sobrantes del mercado del verano recién pasado. Algunas de esas tiendas de mala muerte también eran chincheles donde los trasnochadores se reunían a conversar las noticias que, esquivando los temporales, trajeron las goletas llegadas desde Valdivia, Calbuco o desde Valparaíso. Mientras escuchaban a los cantores de romances antiguos, y quienes tenían algún real que malgastar se servían un causeo de patas de cerdo, un polmay de mariscos, bebían chicha de manzana o aguardiente; y por algún disgusto, un insulto o rencillas antiguas asomaban los cuchillos.
Por esos lugares de remolienda aparecía don Trauko, caminando lento apoyado en su bastón de madera. Siglos después la gente diría que sus pies no tenían tobillos. En esos boliches de borracheras y disputas por rencores repentinos los menos pudientes gastaban sus cuartillos de cobre en una botija de chicha de manzana y quienes andaban con algún real de plata perdido en su bolsillo degustaban una pizca de aguardiente. Don Trauko dibujador de mapas, hablaba de la comisión que le había dado el Virrey, de la elegancia de los salones virreinales que no se pueden comparar con la derruida oficina del gobernador de estas islas. Mostraba un decreto supremo, escrito y firmado por su señoría; y destilaba su desprecio por quien gobernaba en estas islas. Un negro moro, oficial de ninguna guerra, que vino de Oran a limpiarse el polvo y la arena del desierto en esta isla de gente ignorante; decía a sus únicas amistades, el capitán de artillería don Antonio Bracho, que mal vivía desterrado en estas islas por deudas con la Real Hacienda; el capitán de asamblea don Antonio Mata que llegó al Perú como guardalmacén en un barco de la armada real y se vino a estas islas sin saber nada de como entrenar tropas de infantería; con ellos jugaba a los naipes, apostaban el valor de lo gastado. Don Trauko pagaba diez reales de a ocho, de buena plata, por desflorar niñas que no fueran mayores de quince años. Fueron muchos quienes en ese puerto de rústicos campesinos metidos a soldados por la necesidad del hambre les vendieron a sus hijas pequeñas o a las niñas huérfanas que tenían a su cargo.
Sucedió hace tres siglos, y todo se convirtió en un mito, por años y años apareciendo en las conversaciones de fogón. Se decía que en Tenaún se enfrentó a la machi Chilpilla. Muchos creen que aun ronda por las casas donde hay niñas de poca edad, y para defenderlas de sus libidinosas asechanzas basta con dejar montoncitos de arena en la puerta de entrada, que el Trauko se amanecerá tratando de contar la cantidad de granos. Pero no era tan ingenua la maldad del Trauko, que iluminado por un candil se pasaba las noches dibujando mapas. Hoy se dice que el Trauko no puede cruzar ríos ni arroyos, que le teme al agua del mar como a su propia sombra; creencia que tuvo su origen cuando en sus expediciones, para no mojar sus pies tullidos por el reumatismo, los marineros lo bajaban en andas y en andas lo llevaban a la casermita donde instalaba su mesa de dibujar.
Otras veces, cojeando, se internaba en la espesura, cojeando subía hasta los lugares más altos de las islas; y pasaba horas y horas escondido en la espesura del bosque, mirando el horizonte, calculando distancias, midiendo alturas, haciendo triangulaciones. El señor don Trauko sabia trigonometría, la había aprendido en la escuela de guardiamarinas de Cádiz, España. Usaba un libro repleto de números, un enigma escrito en lengua desconocida. Una tabla de senos, cosenos y tangentes fue el libro mágico que dicen le regaló a la bruja Chilpilla.
Permanecía en la espesura, inmóvil, haciendo cálculos encima de un árbol caído o se subía a una rama para mejor ver el horizonte, pero cuando veía a una solitaria adolescente aparecer por un sendero, asomaban sus irreprimibles deseos libidinosos. Se volvía animal de furia incontenible, gruñendo desaforado le rasgaba la ropa, para no gritara le tapaba la boca con una mano. Semanas después a sus amigos de parrandas les describía los detalles de sus batallas desflorando niñas y adolescentes. Una era la desmayada, otra era la que llamaba a la virgen en su ayuda, aquella pidió ayuda al nazareno, otra vomitó de miedo. Las niñas indígenas escondían en el silencio el daño hecho a sus vidas. No existía dios que las ampare, ni ángel de la guarda que las protegiera de la furia erótica de aquel caballero Alférez de la Marina Real, que se convertía en lobo marino, bauda de mala suerte, furioso gato montés, esperpento de furia salvaje cuando las atacaba en despoblado o era blanca paloma, tierno zorzal viejo, cojeante patranka, cuando en el Puerto de San Carlos las convencía con palabras admirables y las llevaba a su habitación de dibujar después de pagar a las personas que las vendían por unos miserables pesos de plata.
Fue en el puerto de San Carlos, hoy Ancud, donde el Gobernador se atrevió a procesar a don Trauko, que se defendió diciendo que lo salvaguardaba su fuero de oficial de la marina del rey, el honor de sus elegantes modales, la limpieza de sangre de sus ocho apellidos vascos y su dignidad de súbdito español que se pasaba noches completas dibujando mapas que cada verano enviaba al Virrey en los barcos con los comerciantes que regresaban a Lima. Sus estupros no ensuciaban los sacramentos que tan sanguinariamente defendía la Santa inquisición ni las leyes dictadas por la inteligencia de los reyes de España porque los indios valían menos que un kiltro pulguiento, y los mestizos cuyas hijas violó no servían ni para soldados.
Territorio Cultural: Luis Mancilla Pérez