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Un cazador de seres extraordinarios

Esta es una de esas historias que acostumbrábamos a escuchar en las sobremesas de las comidas familiares festejando la visita de un pariente que vive en la Patagonia o un bautizo o un matrimonio; también las escuchábamos en las cenas de aniversario de las compañías de bomberos o de clubes deportivos. Ceremonias de un compartir que estamos olvidando en estos días de pandemia. Esto sucedió en los años cuando la gente no se vestía con usada ropa europea ni con camisetas de futbol que escondían deportivamente la pobreza. Ni existía una conciencia animalista de esas que dan miedo y podrían considerar que este escribidor debe ser “funado”, repudiado en las redes sociales, suponiendo maliciosamente que en esta narración se usa un lenguaje políticamente incorrecto y se promueve la violencia contra los animales.

En esos años de lenguaje simple sin oscuridades semánticas ni imaginarios pantanos de peligrosos significados Gerineldo Márquez que vivía en Quilar Alto, cerca de un rio, monte adentro, cargaba con la fama de haber matado al menos una decena de cerdos cuchivilus por la costumbre de que al atardecer de un día cualquiera, en los meses de tiempo bueno cuando con el calor la tierra ya había secado sus humedades, salía sin compañía de nadie, llevando un fusil que había heredado de su padre y este de su abuelo, y cuando no lo usaban una vez al año en la procesión de San Antonio, con ese fusil salían a cazar cerdos salvajes que el paso del tiempo y las tradiciones cambiadas fueron confundiendo con los cuchivilus. La aventurera expedición de cazarlos se fue heredando en la familia de Gerineldo. Padres, hijos, abuelos, bisabuelos salían a cazarlos y lo único que llevaban como abastecimiento para permanecer en el monte era harina tostada, una botella de aguardiente, media docena de tortillas de rescoldo, chicharrones y carne ahumada, con esos alimentos el solitario cazador pasaba casi una semana buscando el rastro de los chanchos jabalíes. Los cuchivilus de nuestra contaminada mítica imaginación

Gerineldo Márquez se escondía en los matorrales del bosque, cerca de una vertiente, permanecía durante horas inmóvil esperando que algún cerdo salvaje tuviera necesidad de beber o caminaba sigiloso por entre la espesura buscando descubrir a un cerdo jabalí descansando en su guarida, enrollado como una culebra. Cuando descubría la madriguera vacía esperaba oculto entre las matas de quila, tapado bajo un montón de hojas y troncos podridos para que el chancho jabalí no sintiera su olor cuando regresaba a su guarida, entonces, Gerineldo se aparecía frente a él apuntándolo con su fusil de procesión religiosa, cargado con una única bala de plomo, y con la mirada fija en la del cerdo. Así, frente a frente, cazador y bestia mirándose fijamente, ninguno retrocedía, inmóviles durante varios segundos que parecían una eternidad. A Gerineldo Márquez no le temblaba el pulso mientras apuntaba al medio de la frente del cerdo salvaje y disparaba.

Siempre los cerdos caían al primer tiro tampoco tenía otra oportunidad ni donde protegerse si erraba el disparo. Muerto el animal le sacaba las tripas que enterraba en el bosque y por unas horas dejaba al cerdo salvaje colgado de la rama de un árbol para orear la carne fresca mientras regresaba a buscar su caballo para llevar al animal a faenarlo en su cocina fogón. Para el traslado construía una rastra donde amarraba al animal. Esta aventura la realizaba unas dos o tres veces en los meses de tiempo bueno entre noviembre y febrero

Una vez salió a buscar un cerdo jabalí que tenía de encargo, y pasó casi una semana sin encontrar rastro alguno. Olía el aire, imitaba los gruñidos del cerdo hembra, seguía los rastros por la espesura, se escondía a dormir bajo los arrayanes que crecían en los linderos de los bosques de avellanos, se desvelaba esperando que al amanecer apareciera algún cerdo jabalí que parecía ya no existían, pensó que había terminado con todos los chanchos jabalíes que había en esta isla.

En la mitad de la mañana del séptimo día cuando ya había decidido regresar, por primera vez, sin haber cazado ningún cerdo salvaje. En un claro del monte se sentó a descansar sobre una enorme roca que como una isla aparecía encima de un mar verde y blanco de un pastizal alfombrado de mequeres. Estaba tomando un tazón de harina tostada mezclada con un poco de aguardiente cuando apareció un enorme viejo y peludo cerdo jabalí. Tenía la escopeta en el suelo, pero no se movió permaneció momificado con el tazón en el aire, el cerdo salvaje se paró a diez metros y lo miro desafiante. No desvió la vista, lo miró cara a cara con gesto serio. El Chancho salvaje se acercó lentamente, Gerineldo Márquez creyó le mordería las piernas, pero no se movió porque estaba paralizado, y arrancar hubiera sido peor, en su persecución el cerdo lo hubiera tirado al suelo y destrozado la cara a mordiscos. Ni las manos podía mover para defenderse, el fusil estaba en el suelo y él se sentía momificado, indefenso y mudo, frente a ese animal salvaje que se acercaba lentamente.

Era como estar viviendo una película en cámara lenta, dijo la vez que me conto está aventura cuando compartíamos una docena de empanadas en uno de los inolvidables torneos que se jugaban en Pullán. El cerdo sabía que tenía todo a su favor, – continuó después de vaciar su vaso del tinto Tocornal que también pagué para me contara esta historia -, y yo sabía que él sabía que yo sabía que no podía defenderme, pero no me atacó. El cerdo jabalí, que en realidad era una chancha, se acercó hasta rozar mis piernas con su trasero y entonces me meó. Luego de hacer semejante menosprecio se alejó, lentamente, mostrando orgullosa su arrogancia se entró al monte por entremedio de un matorral de murtas; y después cuando yo ya me había recuperado del incidente tomé la escopeta y me paré, humillado y oliendo a meados de chancha, iba corriendo a perseguir al cerdo jabalí cuando escuché unas carcajadas. Era ese animal salvaje riéndose del cazador que había meado. Esa fue la única vez que regresé con las manos vacías dijo Márquez barajando los naipes para invitarme a apostar otra docena de empanadas en un juego de truco.

Territorio Cultural: Luis Mancilla Pérez

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