FOGÓN CULTURALGUARDIÁN DEL MITO

Los libros de mi vida

Nota uno

En el pasillo que da a la Biblioteca en el liceo donde trabajo, hay varias cajas con libros “dados de baja”. Han sido puestos allí para que – al pasar – revisemos si alguno nos interesa y nos lo llevemos. Revuelvo con algo de inquietud, un sordo malestar; allí están volúmenes que leí en mi adolescencia y que parecen abandonados, cerrados como ecos de un mundo que ya no parece necesitarlos. De a poco, mientras ojeo Abel Sánchez de Miguel de Unamuno o Hijo de Ladrón de Manuel Rojas, sigo pensando que este acto de exilio no se hace sólo por deterioro material; sospecho que su alejamiento de los estantes, de los lomos visibles que se ofrecen al ojo lector responde a una visión que cada vez más se aleja de ciertas formas de narrar o reflexionar, de cierto trato con el lenguaje y, aunque sé que las cabriolas de la historia pueden poner en movimiento otra vez las voces desechadas (que es una de las propiedades de un clásico) me duelen las páginas y portadas arrumbadas en el oscuro pasillo de estos días.

Nota dos

A lo largo de los años, descubro que los remezones interiores siguen ocurriendo con libros que abren ventanas, puertas, disuelven diques. Ahora mismo y en ramalazos se me vienen tres: La Buena Tierra de Pearl S. Buck leída y sufrida cuando tenía doce años, me recuerdo llorando contra la almohada a lágrima viva por el dolor y la injusticia de un mundo aparentemente tan lejano, pero tan cerca del mío. Mucho más tarde, el encuentro con Claus y Lucas de Agota Kristof, especialmente El Gran Cuaderno, la primera parte de esa trilogía feroz. No fue tanto la historia contada (que también, claro) sino el uso del lenguaje lo que me sobresaltó, la desnudez de las palabras y su capacidad para exponer la crueldad, las heridas, el abandono, el odio sin nombrar ni calificar. La escritora hace florecer una rosa oscura, como pide Huidobro en su Arte Poética. Y el primer año de la peste, descubrí a Olga Torkaczuk, su libro Un lugar llamado antaño sorprende desde el inicio, delimitando un territorio aparentemente pequeño donde ocurren historias enormes por su profunda humanidad. El lenguaje lírico, otra vez, me fascinó y su vocación por la mirada local / universal que tiene tanto sentido para mí.

Nota tres

Es muy difícil hacer una mención de los autores a cuya obra le debo. Son muchos poetas, narradores (escritos y orales), lo leído forma un río de voces del que estoy bebiendo en todo tiempo. Pienso en las primeras lecturas de niña, que calaron tan hondo como para permanecer más de cincuenta años, esas abrieron el cauce para que corrieran las demás: Gabriela Mistral, Manuel Rojas, Francisco Coloane, Carlos Pezoa Véliz, Víctor Domingo Silva, Max Jara. Todos escritores chilenos leídos en las escuelas básicas por donde anduve en Chiloé. Luego, en la Educación Media, vino la fiesta de leer a Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Juan Rulfo, Miguel de Unamuno, Nicanor Parra, Vicente Huidobro. Casi todas mis lecturas estaban ligadas al espacio de la educación formal, en mi casa casi no había libros. Salir de la isla y llegar a la universidad fue el encuentro con la literatura de los míos, de los más cercanos en territorio e historia: Jorge Torres Ulloa, Clemente Riedemann, Sergio Mansilla, José Ángel Cuevas, Tomás Harris, Maha Vial, Isabel Larraín, Teresa Calderón, Verónica Zondek, Elvira Hernández. Este tiempo es demasiado denso, los que nombro son sólo algunos. La palabra que marca este tiempo, es la de César Vallejo aunque, insisto, son tantas las fuentes, afluentes, corrientes y pozos que destacar algunos es un afán penoso.

Aún así, si tuviera que concentrar las mayores influencias en mi trabajo, tendría que elegir dos: Gabriela Mistral y César Vallejo. Mistral es, a estas alturas, un amasijo de palabras, imagen moral, profesora, viajera libre y poderosa; con ella modelé la mujer que quería ser yo misma. Su presencia desbordó los poemas que aprendí de memoria y acompañaron mi infancia; me ha acompañado ahora de adulta sin perder nada de su brillo oscuro y profundo.

Leer a César Vallejo en los oscuros días de la Dictadura fue encontrar el lenguaje antiguo del dolor del hombre, las viejas lamentaciones preguntándose por la razón del abandono en este mundo y todo ello dicho desde la quebrazón del lenguaje, una palabra cárnea, palpitante, que se mete en uno más acá del entendimiento.

El Guardián del Mito: Rosabetty Muñoz

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