El sur como bandera

(extraido de Páginas Marcadas de Antonio Ostornol. Editado por mí)
Estas líneas son un homenaje. Murió Juan Armando Epple. Profesor de literatura, escritor y poeta, ensayista y, sobre todo, un hombre lleno de bondad e inteligencia.
Se tituló como profesor de estado en la Universidad Austral, desde donde el 73 tuvo que salir acompañado de Alicia, su compañera de siempre: Se llevó al exilio toda su sensibilidad y su compromiso, sus lecturas y sus nostalgias. Recaló en Harvard, donde se doctoró. Y, cuando tuvo que elegir un lugar para trabajar en Estados Unidos, buscó en el mapa el territorio que más se pareciera a Valdivia para desde allí reconstruir un país –nuestro país- que le habían arrebatado con violencia. Comenzó a trabajar en la Universidad de Oregon, en la sede de Eugene. Allí lo conocí, cuando con su generosidad sin límites, me invitó a dar clases durante un semestre. En Chile, en enero del 90, inaugurábamos la democracia.
He leído con atención lo que en sus redes se ha escrito estos días. Si hiciéramos un análisis de texto, las conclusiones serían fáciles de obtener: generosidad, sencillez, ternura, humor. Y no es raro. Con el paso de los días (luego volví a Oregon el año 96), descubrí que aquellas características que tanto me habían impactado, se repetían en múltiples testimonios de sus amigos y conocidos. Entre escritores chilenos que supieron de su bondad, hay varios. Actuales profesores universitarios en las mejores instituciones norteamericanas recibieron su apoyo para alcanzar sus doctorados y rearmar sus vidas. Juan, pienso, se movía a partir de una especie de propósito oculto: rescatar chilenas y chilenos aprisionados en ese país sombrío de la dictadura, y ayudarlos a encontrar un lugar en esa intemperie que es para los latinos el país del norte. En su entorno conocí muchas personas que, de alguna forma, habían rehecho sus vidas a partir de la intervención de Juan: un compañero exiliado que ahora ejercía de dirigente social en Seattle; un muchacho que buscaba reinstalarse en la vida y que, en una noche de juerga, terminó en una de esas relaciones indebidas con alguna compañera y enfrentaba solo (sin amigos ni familia, excepto Juan) un juicio que seguramente le significó algunos años de cárcel; un adolescente que por razones económicas tuvo que dejar su casa de San Miguel y buscó las oportunidades en Oregon y ahora es profesor y músico. Seguro que si apuro la memoria podría encontrar muchos otros casos. Seguro que Juan también debe haber vivido muchas de las inclemencias que caracterizaban a sus apadrinados.
Ninguna semblanza de Juan estaría completa sino uno no hablara de su sentido del humor y su gusto por la vida en sus versiones más básicas: la comida y la risa. En este sentido, compartía el modo de ver y sentir la vida de su generación, la de los sesenta (la del Poli Délano, Antonio Skármeta o Ariel Dorfman, por nombrar a los más conocidos). Tenía una profunda vocación por disfrutar cada momento de su vida, así como también vivía momentos de severo recogimiento. Esto le ha dado un tono a su literatura (minicuentos, poesía), donde la ironía se tamiza con un dejo de humor negro. La muerte, esa de la que había escapado de joven cuando el golpe lo pilló estudiando en Valdivia, y a la que buscó por décadas a punta de cigarrillos, está presente en sus escritos, siempre acompañada de una cierta sonrisa gélida.
En su mirada, la muerte siempre fue una anécdota necesaria que nos develaba los verdaderos misterios de la pedestre realidad. Juan caminó con la tierra, anduvo con Chile a cuestas y lo radicó en Eugene, Oregon. Pero, sobre todo, como dice mi amiga Pía Barros, “Todos tenemos un Ítaca al que volver en la memoria, y en mis sueños, regresaría siempre a Eugene, donde había una casa que me abrazaba y envolvía siempre que lo requerí”. En eso estamos todos de acuerdo: esa casa situada en el sur del noroeste de Estados Unidos, cercana a Valdivia y el Calle Calle, es el espacio mágico que Juan construyó con su amor, con su familia, con su compromiso eterno con Chile, con la literatura, la sensibilidad y la inteligencia.
Sin duda, lo extrañaremos. Pero nos quedan sus palabras. Para quienes no lo conocen, les dejo este pequeño relato:
La tragedia del hombre que se ríe
Los médicos piensan que esto se inició cuando el paciente sobrevivió milagrosamente al terremoto del 2010. Todas las casas de la cuadra se vinieron al suelo, y solo se salvó el retrete portátil donde este hombre leía absorto el diario. Como resultado de la impresión, se le produjo un trastorno neurológico que modeló sus músculos faciales en una sonrisa permanente, con bruscos arranques de carcajadas. Recurrió a diversos tratamientos, pero ninguno tuvo efecto.
Debió resignarse a sobrellevar como pudo esta curiosa enfermedad, con consecuencias lamentables.
Para empezar, ya no pudo asistir a funerales ni actos de homenajes, porque cuando lo hacía los deudos pensaban que se burlaba del muerto o que encontraba graciosos los graves discursos laudatorios.
En el banco le negaron el crédito, por más que trató de explicar que se trataba de una emergencia. En los restaurantes no lo tomaban en cuenta cuando reclamaba por recibir un plato equivocado.
Cuando tuvo que correr al hospital con su esposa y una enfermera les anunció muy contrita que la suegra había fallecido, el hombre lanzó una carcajada y el médico lo trató de inmisericorde.
Al poco tiempo su esposa le pidió el divorcio, alegando que con él ya no se podía discutir nada serio.
Su hija nunca le perdonó reírse de esa manera en el momento solemne en que el novio daba el sí frente al altar.
Sus amigos dejaron de invitarlo a ver los debates presidenciales por televisión.
Fue expulsado del cine justo cuando empezaba a hundirse el Titanic.
Cuando este hombre murió, sus parientes y amigos, ya sin rencores, lo acompañaron al cementerio. Algunos no pudieron evitar una sonrisa cuando, mientras bajaba el ataúd, el difunto se despidió con una estruendosa carcajada.
El Guardián del Mito: Rosabetty Muñoz