El nuevo territorio está abierto, dice Ligia

Como la mirada poética revela las ocultas relaciones amorosas entre las cosas, su poder está en construir imágenes que titilen y sigan alumbrando aunque no sea en primer plano; imágenes que actúen como silencio y reserva también. Pienso en esa palabra que se hincha con la humedad ácida de estos días y luego es capaz de volver inteligible el sentido profundo, la piedra feliz del entendimiento.
Esta lengua con la que escribimos y hablamos es una lengua traspasada por el parloteo vacío, incesante de los medios de comunicación; lengua que es corrompida en los discursos públicos y ya sabemos que cuando las palabras se corrompen, la comunidad se desintegra: pero es también una lengua asombrosa que se recrea todo el tiempo.
Hace poco Adriana Valdés hablaba de titubeos en el lenguaje como un momento estimulante para el pensamiento. Cómo decir. Un momento de construcción, de elaboración de un lenguaje común no con la lógica del adversario, sino con el esfuerzo de remiendo, restablecer el tejido del entendimiento para poder construir un diálogo. Intentar con las palabras una articulación frente al desamparo. Si la poesía no sirve para reunirnos, para vincularnos con nuestro entorno y actuar ¿para qué sirve?
El tanteo, entonces, como despliegue por los intersticios del orden establecido, de la legitimación de ciertas formas. Estamos invitados a revisar las viejas estructuras, sacudir el polvo y remecer las estanterías.
La poesía se trata de palabras cargadas con una visión de mundo, se trata también del silencio necesario, del deseable sosiego necesario para vivir en comunidad. Se trata del diálogo. Se trata de preguntas y de incomodidad. Se trata de formar parte aún desde el espacio de la duda.
El verdadero puente son las palabras – me digo – el territorio mayor del que me siento ciudadana, es la materia del amor encarnada en las personas y su interminable hondura.
Creo que la literatura sirve para salvar vidas. Suena audaz y muchos discreparán de esta afirmación porque en esta sociedad de consumo, el arte sigue siendo uno de los últimos bastiones donde no tiene sentido hablar de “útil” o “necesario”, sin embargo, creo firmemente que el arte tiene un efecto poderoso para los niños y jóvenes en formación. Que el artista puede mantener su total independencia y, aún así, generar obras que por su honestidad, consistencia, denso contenido; mueven en otro que lee/mira / oye, los materiales de su propia percepción.
“A dónde voy llevo mi paisaje”, decía Pedro Lemebel. Escribir es comprometerse profundamente con las preguntas y visiones que nacen en este mundo de provincia, sureño, alejado de las grandes urbes y, al mismo tiempo, desarrollar una escritura que pueda ser leída en la amplia mesa de la literatura sin apellidos.
Una mirada atenta se fija en la esquina mostrando su humedad de orines; en el muro y la carcoma de los humores callejeros; en los marcos de las ventanas, ese musgo que crece y sugiere un mundo otro ajeno y secreto respirando adosado al vidrio. Un mundo creciendo, palpitando allá afuera. Y están las bolsas de basura desparramadas en el suelo, el olor que emanan las carnicerías, la pena de las vitrinas pobres. En la noche se sueña con un pez reventado, aún agitándose sobre el muelle y que, encima, tiene rostro de niño.
El que escribe convencido del poder de la palabra, se hace cargo del revés de las cosas, de los intersticios, de esa parte de la realidad que no quieren ver los festejantes del sistema. Quiero decir que no somos, o no debiéramos ser, los escritores de hoy, vivientes del sur, los defensores de una visión bucólica; no somos y no debiéramos ser los guardianes de un supuesto paraíso natural donde los seres humanos son mejores que en el centro o las grandes urbes. Más allá de los estereotipos y prejuicios, nuestro esfuerzo ha de ser “decir el sur”, pero éste, con las puntas afiladas, con todas sus impiedades y también maravillas.
El Guardián del Mito: Rosabetty Muñoz