FOGÓN CULTURALGUARDIÁN DEL MITO

Ausencia del agua

Apenas conozco el desierto, en realidad, sólo he estado una vez gracias a la poesía: me invitaron a una Feria del Libro en Copiapó gracias a mis coterráneas Carolina y Tatiana Mayerovich, artistas ancuditanas que viven hace muchos años en esas tierras.Pero puedo hablar de él desde el revés, de espaldas al sur que habito, desoyendo a Gabriela Mistral que pide no volver los ojos atrás por el riesgo a quedarnos convertidos en estatuas de sal. Correré el riesgo de cerrar estos ojos húmedos para adivinar ese otro mundo duro y recóndito.

Presiento leves partículas de polvo que caen unas sobre otras formando la sequedad según un ritmo lento, lentísimo, que obedece a otro tiempo, no al nuestro. Esta tierra y su resquebrajadura duermen esperando ser despertadas por el agua. Arenales, pendientes, riscos. Amenazantes figuras hieráticas se han ido elevando al compás de giros siderales, se siente el ulular de vientos que han pulido las superficies y tallado excepcionales guardianes de la luz, pétreos vigilantes de estos espacios enormes.

Como ciertos recursos conmovedores de la naturaleza, la superficie es sólo un juego de ocultamiento, así se han creado estos bultos cerrados, dura columna de huesos protectores.

Se adivinan allá abajo, muy al fondo, reservas líquidas oscuras, pobladas de habitantes ciegos. Todo sucede – se me ocurre – en las profundidades. La vida se aquieta mientras el sol se instala en la mitad del cielo y deja caer tanta luz que los seres nocturnos huyen, herida su natural tendencia hacia el recogimiento.

En las noches, el desierto se puebla de organismos que estuvieron aletargados durante el día; saltan desde las rocas ardientes animales sigilosos que han capeado el sofoco, se mueven  silban  susurran, se desplazan con suaves movimientos desperezando los miembros. En la noche. Dejan que el aire más fresco se meta en las junturas de los huesos, van de un lugar a otro cruzando las enormes explanadas y sus colores ocres, esperarán al amanecer esa acumulación de aire nocturno que tal vez cuajará en rocío y beberán por fin.  Ah! ¡Cómo les tiemblan los labios! Cómo se agitan membranas secas esperando esas gotas hinchadas que les devolverán la tersura por algunos momentos. Cristales oscuros son los ojos que permanecen inmóviles en las ranuras de las piedras (Qué pedrería) Las huellas de desplazamientos sinuosos, los colores terrosos desérticos cambian, en fiesta nocturna a brillos esmeralda, azules profundos, todos los tonos del rojo más oscuro, tantos como la sombra puede pintar. Los seres rastreros adquieren otra dimensión en este mundo que ante el sol duerme.

Hay que hacer un esfuerzo para ver los movimientos de los seres vivientes, sus trajines lentos, su escamoteo del cuerpo. Es tarde cuando empiezan a salir de los amables resquicios sombríos. Despiertan. Bullen, atraviesan las horas desenrollando su extensión, para humedecer los ojos,  la boca,  todos sus orificios en el estanque negro de la noche.

Todo ocurre bajo la superficie del polvo que va y viene en suaves movimientos, todo ocurre en el interior de las piedras: las variedades de azul, los cristales, minerales, entraña ardiente de la piedra. Interiores de fabuloso transcurrir.

(Una pálida luz ha entrado en la ranura, se extiende por las paredes rocosas y desvela el latido transparente del cuarzo).

Porque las piedras llevan una conversación milenaria a través de sonidos sordos, murmullos tan íntimos que corren por caudales subterráneos en una corriente interior donde la palabra no tiene alcance. Allá, en ese territorio pétreo la comunicación es otra, la lengua que usamos no sirve. (Reptiles se arrastran formando figuras; mensajes cifrados, la disposición de las piedras)

Golpes de sol sobre la fiebre. Golpes de fuego. Agua que falta y este peligro que se olfatea tras el silencio de abismo. Arena, siento la arena que amenaza con una asfixia del verbo.

Misterio.

En la superficie lucha la palabra por tener algún sentido pero, las formaciones rocosas erguidas sobre sí mismas, vigilantes en su largo devenir endurecido retardan la ondulación de los sonidos. Cuesta nombrar, se escapan las nominaciones de colores estados, materia. Nombrar los millones de seres que pululan en las arenas. Seres cuyo aparato respiratorio está también atravesado por el ardor, la sed permanente. Vivir con sed.

El paisaje, ahora, es un  pájaro dormido sobre su cuerpo que yace a este lado de la cordillera. En vuelo estático conserva las alas desplegadas: una en el sur, sobre el plumaje verde  y turgente crecen seres transparentes, aguados. La otra ala ha quedado alzada cerca del sol quemante, tanto, que la ha dejado seca en apariencia.

Sobre el sueño de este pájaro tendido, percibo los contrastes. Aún con los ojos cerrados. Cuando Gabriela dice cerros está pensando en rotundas elevaciones terrosas; yo digo cerro y dejo en la página un lomaje pausado, suave. Cuando ella dice piedra uno ve elevarse enormes densidades en el poema, asentadas quizás por cuantos siglos, concentrada la materia hasta extremos pétreos; cuando digo piedra, en cambio, éstas caben en el puño, hinchadas de mar y se buscan transparentes, modeladas por su larga conversación con las olas. Ninguna oquedad aquí permanece sin su agua. Cuenco lleno, boca colmada.

Las oquedades allá sedientas, llenas de ranuras resquebrajados los bordes, seduciendo a las nubes escasas. Su lengua áspera retiene las gotas de camanchaca y hace anidar a veces con esa humedad, algún pequeño organismo.

De espaldas, entonces, respiro un intenso deseo. Porque presiento un orden total que supera cualquier experiencia de los sentidos. En mí, contenidas la sed y el agua. El pájaro, el desierto, la humedad.

El Guardián del Mito: Rosabetty Muñoz

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