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Casi la historia del Navarino

A mediados de la década del cincuenta comenzó a navegar por los canales australes un buque de carga y pasajeros construido en Escocia, era la motonave Navarino, al ser adquirido por la Marina Mercante Nacional, pintaron todo su casco de un opaco color neblina gris. Medía 93 metros de eslora y tenía un calado de aproximadamente siete metros, una velocidad máxima de trece nudos y discriminatorias acomodaciones para 25 pasajeros de primera clase, 75 de segunda y 150 de tercera. Era un coloso navegador que transportaba 800 toneladas de carga. Antes de llegar a recorrer los australes mares de Chile dicen se llamaba “Twara” y andaba por Europa llevando y trayendo carga y pasajeros por puertos ahora olvidados a causa de tener nombres muy difíciles de pronunciar; después fue propiedad de una compañía naviera francesa que lo llevó hasta los perdidos mares del Lejano Oriente donde el ejército colonial francés, en la guerra de Indochina, lo utilizó como barco hospital con el nombre de “Ville de Haiphong”. Muchos chilotes que en la temporada de esquila viajaron a Magallanes con pasaje de tercera, encerrados en sus oscuras bodegas, decían haber escuchado, en la negritud de la noche, gritos y quejidos de dolor que atribuían a los roces de fierro contra fierro en aguas turbulentas pero el tiempo y la investigación de la vida de aquel buque dejan entrever que podrían ser almas en pena peregrinando por las bodegas de ese viejo barco que había sido buque hospital en la cruel guerra de Indochina.

El año 1956 fue adquirido por la empresa ferronave y bautizado con el nombre de “Navarino” y comenzó a navegar por los canales australes. Esta empresa estatal después se llamó: Empresa Marítima del Estado (Empremar).

Cuando teníamos doce años; (No eran muchos los que en esta ciudad de calles de barro y piedras podrían entonces tener doce años. En la escuela primaria a donde asistíamos a pie pelado y con pantalones parchados; no éramos más de veinte) nos gustaba imitar a Tarzán, aquel que fue Johnny Wismailler en blanco y negro, con un cuchillo colgando de su cintura y taparrabos de piel de tigre en una serial que veíamos en el gimnasio de la escuela superior apareciendo desde un proyector propiedad de un ambulante exhibidor de películas que recorría las islas sin nunca entender que creaba en los sueños y en la memoria de muchos niños la ilusión de la ilusión del mundo que aparecía en las películas que cada quince días traía hasta Castro el Navarino, de regreso o en viaje hacia Punta Arenas. En primavera los pasajeros eran los chilotes que se iban a trabajar en las estancias de la Patagonia durante la temporada de esquila. Centenares de emigrantes que viajaban llevando sus escasas pertenencias en una valija de madera. Muchos no tenían más de diecisiete años, jóvenes indígenas discriminados como “maichiles” a quienes en tono sarcástico les preguntaban ¿y tú de que república vienes?. Rezago discriminatorio de aquellas repúblicas indígenas, repartimientos de indios que la tergiversación convirtió en territorios de brujos, territorios de la antigua Recta Provincia, que según la tradición de las historias cambiadas había dividido estos archipiélagos para la magia y el miedo que perduraba en el subconsciente colectivo, y afloraba en la discriminación.

En días de sol, el muelle se repletaba con cientos de personas despidiendo a sus parientes, amigos y conocidos en viaje hacia la tierra del trabajo y la esperanza. En los años sesenta las despedidas eran con saludos musicales en radio Chiloé, la música de Cuco Sánchez, la cumparsita, los alaridos mejicanotes de Miguel Aceves Mejía, la simple hermosura de Libertad Lamarque cantando el mantelito blanco, mate de plata, los boleros llorones de Lucho Barrios, los corridos y canciones de Jorge Negrete; durante todo el día se escuchaban por radio Chiloé las atardecidas rancheras en la cristalina y nostálgica voz de Guadalupe del Carmen. La radio fue una invención mejor que el cine en estas islas. Al cine solo pueden asistir quienes viven en la ciudad. Aquellos que pueden cancelar la entrada de platea y sentarse en butacas de cuero, en lo posible bajo la marquesina porque la chusma del pueblo, esos que comen manzanas, ciruelas y avellanas, mientras se rascan la comezón de las picadas de pulgas miran la película sentados en rusticas bancas de madera, tiran cuescos, pepas y cáscaras a los ricachones hijos de comerciantes o hijos de empleados fiscales; que de traje y corbata, y con sus novias colgadas del brazo, acudían al cine.

En el muelle una multitud de curiosos miraba las faenas de cargar bolsas de papas, barriles de chicha, cajones con gallinas, sacos de manzanas levantados en lingas por las grúas del Navarino desde el muelle hasta guardarlas en las bodegas del barco. En lingas también eran izados los animales vacunos; cuando alguno caía al mar y desorientado nadaba hacía Ten ten los estibadores se embarcaban en botes para por el mar arrear vacas y toros que porfiaban por esconderse bajo el muelle. En el Navarino llegaban las viejas películas de Humprhey Bogart, Greta Garbo, los clásicos del oeste con jinetes cabalgando por desiertos infinitos sin que se les desordene un pelo de su bien engominada cabellera ni traspiren con ese calor de los mil demonios que no lograba espantar el frío de la galería donde mirábamos a Brigitte Bardot tratando de ver entre su escote esos senos insinuados… nada más; ni un poquito ofrecidos.

La motonave Navarino recalaba en Chonchi, y en Quellón, lugares tan lejanos como el Paraíso o el Purgatorio, y también en Melinka, esclava abandonada a la recalada de un buque. Para los viajeros era inolvidable la travesía del Golfo de Penas; paso obligado en el viaje hasta la tierra de los días de la buena suerte.

El año 1978 el Navarino quedó fuera de servicio y fue transferido a la Armada que lo habilitó como buque hospital. En 1981 ya es un anciano decrepito, carcomido por la sal y los años, entonces, es dado de baja, y se le entrega su sentencia de muerte; debe ser hundido durante un ejercicio de guerra. Fue el blanco del lanzamiento de torpedos en una isla inubicable en aquellos canales australes que recorrió durante más de veinte años.

Territorio Cultural: Luis Mancilla Pérez

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