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La Lluvia

Durante décadas, tal vez siglos, se ha difundido la creencia de que en Chiloé llueve sin parar a excepción de los días del veranito de San Juan. Pero la verdad sea dicha, según el himno que entonamos en toda ceremonia conmemorativa de acontecimientos de nuestra historia y cultura insular, aquí nunca llueve, ni ha llovido ni lloverá. Por eso todas las actividades se realizan al aire libre: la maja de manzanas, los curantos, los reitimientos, la marisca, las eucaristías y procesiones, avalan que en Chiloé no llueve.

Muchos decían que estos archipiélagos son la única parte del mundo donde llueve sin parar durante trece meses al año, y don Mario Uribe Velásquez, en sus Crónicas de Chiloé, escribía que en este archipiélago solo se conocen dos estaciones en el año: invierno y primavera. Para que no pareciéramos unos pesimistas a veces se reconocía que había algunos días de cielos nublados. Pero es nuestro himno quien mejor desmiente ese afán de creer que todos los días en Chiloé son de lluvia constante. En ese himno compuesto por Porfirio Díaz y escrito por Manuel Andrade no se menciona ni una sola vez la lluvia, ni día nublado o gris o frio. En la segunda estrofa se menciona al viento, algo juguetón con los coihues; pero nada preocupante como para pensar en temporales. En la cuarta estrofa se dice que todas las provincias, al norte de Chiloé, envidian nuestro clima, el cielo y el sol. Nada de lluvia; y eso que por estos lados diferenciamos diversas categorías de lluvias comenzando desde un simple rocío, una garúa, pasando por la llovizna, los chubascos, los aguaceros, hasta la lluvia propiamente tal incesantemente cayendo sobre los techos, y por último está el diluvio, aquella lluvia torrencial que inunda calles, desborda las vertientes, y hace que los ríos se salgan de su cauce. Recuerdo inviernos de lluvias torrenciales cuando el rio Gamboa aumentaba su caudal y su violenta corriente arrastraba enormes troncos de árboles que caían por la catarata del Tranque, y arrastrados por el agua amenazaban chocar contra las lumas de los palafitos y derrumbarlos.

La pluvofobia, el miedo incontrolable a mojarse con la lluvia, nunca podrá existir en una geografía como la que se describe en nuestro himno que dice que somos una isla con campos y playas sin fin, montes de eterno verdor, y pese a que en otros lados la deforestación hace estragos aquí nunca se extingue la flora y fauna que abunda en estos campos y playas soleados que invitan a vivir alegres. Pero pese a la incontable cantidad de veces que cantamos este himno, la realidad sigue contradiciendo su letra. Nunca para de llover.

Recuerdo que hasta mediados de los años setenta del siglo pasado existían talleres de reparación de paraguas; un implemento que según la letra de nuestro himno no debería usarse en Chiloé. Ni tampoco las botas de goma, los sombreros y los abrigos. En la misa de cada mañana de domingo, veía una fila de paraguas estilando una lluvia imaginaria, colgando del respaldo del banco de las oraciones y los arrepentimientos. El negro poncho de Castilla, en el perchero del pasillo de la casa de mis padres, colgaba cual murciélago escampando lluvias.

En las noches oscuras, con la lluvia rebotando en las ventanas, era cuando el miedo entraba en las casas que crujían con un viento de ánimas penando; en la penumbra nos parecía ver un resplandor gris recorriendo las habitaciones. En el mar era peor, recuerdo lluvias repentinas que al atardecer nos sorprendían en mitad de la bahía. Una lluvia torrencial que sin anunciarse borraba todo el paisaje, no se veía costa adonde poder llegar, cuál si fuéramos argonautas remando hacia ninguna parte, de pronto, creíamos ver las luces de una embarcación que nos alcanzaba. Era el Caleuche, buscando las almas de los náufragos, y por suerte pasaba cerca de nosotros. Nos convertíamos en los sobrevivientes del miedo hasta la próxima aventura.

En los inviernos de lluvia, viento y temporal llegaban los resfríos, las gripes y sus escalofríos, las neumonías y las pulmonías, los jarabes para la tos y las inyecciones de penicilina. La lluvia contenía todas las enfermedades que durante el invierno se llevaban al otro mundo a los ancianos. En la oscuridad de esas noches habitaban todos los seres creados por los miedos y que durante milenios nuestra memoria social fue convirtiendo en aquellos arquetipos que transformados en tradiciones se han heredado de una a otra generación. La muerte era una sombra, una viuda arropada con un mantón negro, silenciosa y ausente, surgiendo desde los pantanos del sitio de los Serka, ubicado bajo los cinco enormes y centenarios eucaliptos, y en la lluvia la imaginábamos subiendo por la cuesta del final de calle Ramírez.

Aun cuando nuestro himno nos hace repetir que tenemos sol a raudales; en los años cuando se escribió su letra Chiloé era un territorio nublado de pobreza, calamidades y miedos. Lo común era ver gente migrando a otras regiones de Chile a buscar trabajo, y gente muriendo por causa de enfermedades que nadie conocía. No había médicos, los dos únicos hospitales de la isla grande eran lugares de muerte adonde en invierno, sudando fiebres y soportando dolores, se llegaba cuando se podía viajar por los senderos inundados de agua y barro.

Territorio Cultural: Luis Mancilla Pérez

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