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Pedro Páramo: el ejercicio de compadecer

Leí por primera vez Pedro Páramo en la biblioteca del Liceo de Hombres de Ancud (así se llamaba en esos días) y quedé atrapada en esa gasa cuyo tramado me parece perfecto para esos días y para estos males. Lo primero, así medio difuso, es recordar que me sentí personaje y vi a todos los míos: vecinos, parientes, amigos allí, con los nombres cambiados y otro paisaje. De algún modo, difícil de explicar entonces, percibí que Rulfo estaba hablando de Chiloé y que los residentes de Comala se parecían a los vivientes de las islas pequeñas o de los sectores rurales de nuestro archipiélago. Por eso sería que los comprendí y nos compadecí a todos como lo hace Rulfo, en el antiguo sentido de la palabra com – padecer; acompañar en su pasión o padecimiento.

Desde entonces he vuelto una y otra vez a su comprimido relato. A las descripciones de un paisaje que se va fundiendo con los seres humanos o que se transforma con ellos a medida que se consumen. Un entorno plástico que se fusiona con el acontecer de cada habitante de esa tierra yerma conformando un amasijo cárneo y palpitante.

La imagen de Juan Preciado llegando a los dominios del padre (que se extiende hasta donde alcanza la vista) abre un relato en el que no sucede nada más que la memoria. Los recuerdos cobran peso y figura encarnados en seres dolientes que transitan la frontera de la vida y la muerte sin traspasarla, al parecer. Todos los personajes están muertos o viven una existencia parecida a lo que adivinamos como purgatorio, un espacio donde se pagan pecados y culpas. Hay historias de amores desdichados, hay incesto, hay abusos y hambre y mala conciencia. Lo primero que reconocemos, quienes fuimos formados en la Iglesia Católica, es un imaginario profundamente arraigado en ciertas formas de la fe mezcladas con el ardor pagano que se aferra no tanto a la idea de un dios creador sino a la figura palpable de una virgencita que le curará los males o ayudará a calmar los tormentos del cuerpo. El tono bíblico en  Pedro Páramo va configurando un correlato donde el dios – padre es un  creador que abusa y desprecia a sus hijos (muchos) y ejerce  el poder sin contrapeso; los que rodean a Pedro Páramo viven la humildad como condena que supera la voluntad y aceptan como disposición divina.

Frente al poder y la sujeción a que los somete, actúan como condenados que merecen la misera en la que viven: el abuso, el abandono, la extrema necesidad que termina volviéndolos locos. Y ha sido así por tiempos incalculables, largos hilos de sangre que se remontan a parajes y tiempos remotos como si la historia de los hombres de Comala no fuera más que la repetición circular de males. De hecho, ya en el nombre está la declaración fundacional: Pedro Páramo, la piedra sin frutos sobre la que se ha fundado una forma de vida feroz e injusta.

Comala se llenó de adioses, dice en una parte, y pienso en las islas despobladas de nuestro archipiélago, gente igualita, que se fue yendo a buscar otro destino y dejó sus cosas y a veces volvía y después ya no volvió más de modo que ahí están sus casas con los mesones, las camas, las estufas, objetos que se van deshaciendo en el moho.

Obligados a enfrentar el tema de la muerte hoy cuando todo el aparato comunicacional había instalado la imagen de una vida brillante, cosmopolita, eterna y joven, releer Pedro Páramo nos ofrece la otra cara de la moneda. Tanto escapar de la desagradable muerte para ahora, obligándonos a la humildad, tenerla a la vista día a día. La mascarilla como símbolo patético que ni siquiera tiene la distinción del escudo protector.

He pasado por estudios de literatura, me he enterado de las influencias chilenas (Bombal) de Rulfo y leer Pedro Páramo sigue siendo la experiencia de entrar otra vez a un mundo privado, único y cerrado como si lo hiciera por primera vez. La vida propia de un pueblo y sus insondables maravillas, sus oscuridades y terrores; una densidad que contradice la extendida percepción de los pueblos pequeños como abúlicos. En la breve extensión de estos territorios y su escaso poblamiento se contiene todo: la vida, la muerte, el amor, el odio, la injusticia, la pérdida, la ilusión. Y se puede mirar con detenimiento.

Su lenguaje rotundo, claro, poético es adictivo, cada párrafo es una joya, uno se va dejando envolver en las descripciones de tal modo que siente físicamente el sopor, el calor intenso, la tremenda sed de las almas que vagan en los cuartos derruidos. Pienso en esta voz zahorina del narrador que tiene la facultad de ver y oírlo todo, incluso lo que sucede debajo de la tierra. Qué desgracia para alguien esto de canalizar o catalizar las vidas de todos, no conforme con la suya propia, engrosando su voz con la respiración de todos.

                                        (escrito para Revista Santiago de UDP)

El Guardián del Mito: Rosabetty Muñoz

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