FOGÓN CULTURALGUARDIÁN DEL MITO

Animales, Bestias y Monstruos

Texto de José Mariquina.

Por José Mariquina

(del libro Carne Mechada, próximo a publicarse)

En cada obra de genio reconocemos nuestros propios pensamientos rechazados; ellos vuelven a nosotros con cierta majestad forastera … Quizás mañana mismo un desconocido dirá con magistral buen sentido precisamente aquello que siempre hemos pensado e intuído, y estaremos forzados a recibir con vergüenza nuestra opinión desde otro.

Emerson: Ensayos, Primera Serie, La Confianza en Sí Mismo.

Sí: cuántas veces me ha salido una línea feliz, cuya felicidad ha durado «lo que dura el gusano en el pico del pavo» (mi padre dixit).

Las experiencia lectora nos la negará (y esta es una de sus dos funciones, la otra es su reverso: alimentarnos) al cabo de unas horas o días (con mala suerte, meses o años), haciendo sonar un retintín sordo pero cargante, cuyo sentido, claro está, íntimamente nos repele: «Es demasiado buena esa línea para ser tuya».

¿A qué nos autoriza entonces nuestro menesteroso talento? Sospecho que, en lo superficial –que es en el fondo lo que importa–, las satisfacciones del rigor: unas buenas sonoridades, esos ritmos gratos donde podremos encontrarnos a gusto con el oyente, el lector.

Y por debajo de las olas, esos mismos años de lecturas me han sedimentado esta certeza: si se nos pidiera cuenta y juicio por lo que hemos obrado, no será por lo que hayamos agregado de invento, sino por la honestidad y convicción íntimas, manifestadas como esa cuerda tensa en potencia que los acerca como un puente entre el pasado del autor y el presente del que lee.

No voy a dar un ejemplo personal (más de un lector se encargará de hacérmelo ver). En vez, saldrá del recuerdo que puso en movimiento estas líneas.

A principios de la década de 1990 adquirí en Castro o Ancud un folleto local (no recuerdo si anónimo o rubricado) sobre mitos chilotes. Se trataba de la consabida relación de las apariciones del Caleuche y su alegre tripulación, de la épica más o menos geológica de Ten-Ten y Cai-Cai, de las muertes que el Basilisco alienta en las casas y las familias, y de las diabluras del Trauco. La prosa del folleto avanzaba a tropezones entre los pedruscos de lugares comunes y torpezas sintácticas y resollaba ya sin aliento a los pocos párrafos. A la altura de la tercera página estaba yo a punto de abandonar la empresa, vencido por la falta de novedades y la impericia del locutor.

Pero entonces ocurrió el milagro: en la cuarta página el Truco logró atrapar a una muchachita y, contra la voluntad de esta, la sometió a la violación de un coito febril, muy de Trauco. El autor, si antes visiblemente más complacido que la muchachita que él mismo puso en el sendero del enano, ahora se retracta con espanto y describela violación con estas sorprendentes y extrañas palabras: «Y poseyéndola, hicieron un monstruo de dos espaldas».

La frase logró la salvación del opúsculo (hasta ese momento, iba derecho a la cremación): me resistí a prescindir de esa imagen extraordinaria que justificaba con su brillo la existencia de esas páginas casi desiertas.

Le estuve dando vueltas al asunto de ese súbito, insólito y solitario chispazo de genio en medio del desierto del resto del texto. ¿De dónde había salido esa rarísima variante de zoología fantástica, de la unidad de dos en el acto sexual? ¿De dónde la reducción de la figura, como espiada desde otra condición, a una entidad de «bestia» en bruto? ¿Y ese tono sentencioso, con algo de bíblico o de cuento medieval?

Al cabo, me ganó lentamente la certeza de que esa frase, la imagen, «era demasiado buena para ser suya».

Pero no había modo de saberlo o averiguarlo, y olvidé el caso.

Pero el tiempo me puso en un cruce de caminos: unos años más tarde, me agencié una edición antigua de Gargantúa y Pantagruel, que nunca había leído.

Rabelais, en uno de los primeros capítulos, refiere la concepción de Gargantúa. Nos dice de sus padres, Grandgousier y Gargamelle:

Y esos dos solían hacer juntos la bestia de dos espaldas, frotándose gozosamente sus tocinos, tanto, que engordó de un hermoso hijo, y lo llevó hasta el onceno mes.

Así, la frase o la imagen que creí chilota retrocedió instantáneamente casi 500 años, e impuso además otras observaciones, que anoto a continuación.

Et faisoient eulx deux souvent ensemble la beste à deux douz, ioieusement se frotans leur lard, tant qu›elle engroissa dun beau filz, et le porta iusques à lunziesme mois. (François Rabelais: La vie très horrifique du grand Gargantua, père de Pantagruel, 1534).

Rabelais se limita a registrar la tranquila extrañeza de su percepción imaginativa, casi sin opinión, si exceptuamos el sustantivo: «la bestia de dos espaldas»; el artículo (el en vez de un) parece indicar una extrañeza sin novedad, sino adquirida y experimentada (por cierto) más de una vez.

El texto chilote, en cambio, tal vez empujado por la cristiandad indiana, magnifica y deforma la extrañeza para ofrecernos un alarmante engendro monstruoso. Pero este no se explica sólo por la violación que sustituye a la luminosa pasión de Grandgousier y Gargamelle.

Siglos y cruces culturales median entre ambas versiones zoológicas de la misma experiencia algo voyeur de asitir como espectador a la ejecución de un coito, acordado o no.

Lo que no sabré probablemente nunca es si el descuidado chilote usó conscientemente el recuerdo imperfecto de las palabras de Rabelais o, como digo al principio, se abrió paso desde el fondo y la niebla de antiguas lecturas.

De lo que no desepero es de encontrar siquiera por azar la confirmación de otra sospecha, otra intuición: la de ese viejo texto latino o griego o árabe, donde se agitó por vez primera nuestro amigo, aquel secular animal de dos espaldas.

El Guardián del Mito: Rosabetty Muñoz

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