FOGÓN CULTURALTERRITORIO CULTURAL

Sólo nos quedó la foto que nos tomó Antuco García

Textos de Luis Mancilla Pérez.

Teresa Grande tenía dieciocho años recién cumplidos la vez que en el muelle dejó a todos los machos del pueblo con la boca abierta, llegaba de interna al Vaticano, el cabaret de doña Urganda Miranda. Cuando de la lancha bajo al bote que lo llevaría al desembarcadero, el mar salpicó de deseos sus caderas de mujer terminándose de hacer. Agustín Guerrero la vio y cuando supo adónde iba pidió prestado un caballo alazán carretonero y trotó hasta el final de la calle de Los Carrera para pedir a doña Urganda el favor de mantenerla encerrada con candado de siete llaves mientras regresaba con los diez novillos y los cincuenta mil escudos que ofreció para que Teresa Grande fuera su mujer para toda la vida.

Se casaron la tarde del martes, en la foto que les tomó Provoste se ve a Teresa Grande saliendo de la iglesia del brazo de Agustín Guerrero; dicen que el fotógrafo pasmado de ver tanta belleza encerrada en el cajón de su máquina de apresar la realidad; quedó tartamudo, y desde entonces, le salen movidas hasta las fotos que les toma a los santos en los altares de las iglesias. Bajo una lluvia de arroz los novios dieron cuatro vueltas alrededor de la plaza en el carretón de Pitío Vera. Nadie lo notó pero una brisa falsa abrió una ventana en el aire y se llevó la noticia por las islas. El carretón llevó a los novios hasta el puerto, y en una lancha a motor se fueron a la casa de Agustín Guerrero en la isla de Lemuy.

Pasaron dos días, y la lancha regresó. Venías parada en la proa, y Agustín en la cubierta tendido cuan largo era. Había muerto sin tocarte; mientras tu falda desabrochada se arrugaba a tus pies, tus senos desnudos hicieron estallar su corazón. Lo velaron en las pompas fúnebres de Ficho Velásquez con su rostro tapado para que la gente no creyera que continuaba vivo al ver sus ojos abiertos por el asombro de ver tu belleza increíble; durante el velorio los hermanos de Agustín se pelearon a cuchilladas disputándote como una herencia que el difunto no había disfrutado. Hubo un funeral para tres.

Te quedaste en el pueblo, viviendo en una casona de dos pisos al final de calle San Martín antes de llegar al Tejar, y cada sábado ibas a comprar robalos o pejerreyes según trajeran los pescadores que después de verte sufrían la peste del insomnio por las ansias que te aparecieras desvestida en sus sueños; y los hombres que sufrían la calamidad de rozar por casualidad tu cuerpo se olvidaban del nombre de sus mujeres y no podían dejar de caer en la tentación de imaginar tanta belleza desnuda bajo tan sencillo vestido floreado. Eras Teresa miel de engaños, simplemente una mujer, sin aros ni pulseras ni anillos, caminado por calle Blanco y el acordeonista ciego con solo sentir que pasabas a su lado descargaba un ruido de notas muertas y olvidaba la letra de todas sus canciones.

Otrutra Vargas, estibador, que en sus espaldas cargaba cinco sacos de papas en un solo viaje, y era capaz con un solo golpe partir en dos un bote; insaciable devorador de mariscos crudos bañados en jugo de limón y acompañados de vino blanco; y de muchachas y mujeres casadas y también solteras. Mujeres frescas y usadas a las que amaba a orillas del mar en Punta de Chonos. Otrutra Vargas que alardeaba de tener un buen fusil que únicamente hace hijos machos, no pudo soportar la maldición de tu belleza, y te persiguió en los días de sol de siembra, y en las noches de luna madura hasta que murió aplastado por una pared el día del terremoto. Aquel domingo, a las tres de la tarde, cuando espiaba como desnuda te bañabas de sol en el patio de tu casa.

Arnoldo Santana creyó llegaba el Caleuche la vez que entraste a su oficina de abogado a pedir hiciera colocar a tu nombre la escritura de la casa de tu suegro que murió babeando a orillas de tu cama queriendo tener lo que ni su hijo tuvo. El abogado Santana retrocedió despavorido y cayó por la ventana del tercer piso del edificio de la gobernación donde estaba su oficina.

 Eso colmó la paciencia de las mujeres del pueblo que se juntaron en la casa parroquial y pidieron hablar con el padre Cochecho Bórquez y le dijeron te citara en la iglesia para que con el poder de Dios y la ayuda de la virgen santísima y de todos los ángeles te expulsara del pueblo porque cada vez que salías a la calle sus maridos andaban detrás de ti como una bandada de jotes turulatos, un enjambre de mosquitos deseando picar la carne que ofreces bajo un sencillo vestido. Si parecen una leva de perros en celo detrás de una depravada que nunca ha respetado las leyes divinas, dijeron.

El cura te citó a la iglesia y quiso protegerse de los malos deseos bajo el enorme crucifijo que cuelga tras el altar; cuando te vio entrar hizo la señal de la cruz, rezó el trisagio, imploró la fortaleza divina. El padre te excomulgó y condenó te fueras del pueblo y bajo la imagen de Cristo musitó un deseo indecoroso, y sudando y sangrando, alargó sus manos, y como un ciego fue buscando tu cuerpo, y dejó de hacer milagros.

El día que te embarcabas en el Navarino fueron los funerales del padre Cochecho. El pueblo quedó envuelto en una paz colonial. Una semana después se supo que al salir del Golfo de Penas el barco encalló en una isla desamparada, y mientras esperaban la llegada de ayuda desaparecieron el capitán del barco y una pasajera desconocida.

Hoy el único recuerdo que nos queda es una foto que tomó Antuco García cuando del brazo de Agustín Guerrero salías de la iglesia.

Territorio Cultural: Luis Mancilla Pérez

Leer la noticia completa

Sigue leyendo El Insular

Botón volver arriba
error: Contenido protegido