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En una cantina

Textos de Luis Mancilla Pérez.

Sucedió en tiempos de dictadura cuando los jóvenes seleccionados para hacer su servicio militar eran llevados a Punta Arenas, encerrados en la oscura bodega de un barco de cabotaje. Esto sucedía tres meses después que buscaran y encontraran sus nombres en una lista que se pegaba en la pared del edificio de la Gobernación Provincial.

Frente a la bahía la calle Lillo era una importante calle comercial de cantinas y almacenes; en una cantina a la cual entré por casualidad un pequeño grupo se encontraba despidiendo a un conscripto que había pasado todas las etapas de la selección y esa tarde se acuartelaba con el contingente que ese año llevaban a Punta Arenas.Los embarcarían en la motonave Navarino que amarrada al muelle esperaba llevar en sus bodegas a quienes habían sido elegidos para hacer su servicio  militar.

El conscripto borracho, con la cabeza rapada inclinada sobre las cuerdas tocaba una guitarra y cantaba la Perla Fina. Parado a su lado un adolescente hijo de campesino por su apariencia, con la mirada extraviada por el alcohol, desafinaba la canción haciendo de segunda voz; y tambaleándose, decía; cantas bien Jenaro, cantas bien; y tambaleándose se acercaba a la mesa rodeada por los curiosos espectadores, y dudando, tanteaba el aire buscando un vaso sucio que los otros le llenaban con vino blanco y el vaciaba en un instante.

La botella de vino blanco pasaba de mano en mano entre los espectadores, cada uno bebía un sorbo del gollete que previamente limpiaban con la palma de la mano.

Un hombre de traje oscuro, que después supe era el padre del conscripto, estaba apoyado sobre la mesa, durmiendo, había bebido demasiado. Permanecía inmóvil, pálido y silencioso. Su sombrero alguien lo recogió del suelo y lo dejó encima de la mesa, entre los vasos a medio vaciar y los naipes desordenados después de un juego de apuestas.

El joven que se despedía cantaba; “el mundo es una esfera, y con el todos rodamos”. Su hermano tratando de dejar la copa vacía sobre la mesa, pierde el equilibrio y cae por un precipicio invisible. Su cara rebotó en el suelo y se quedó dormido.

Eran más de las cuatro de la tarde y faltaba menos de una hora para presentarse al acuartelamiento; comenzaron las despedidas, abrazos y brindis, por el viaje y amigos, por los parientes y la novia, porque iba a aprender a defender la Patria de los enemigos que la amenazan. El futuro soldado brindaba alzando la botella que le ofrecían mientras con la otra mano sostenía la guitarra.

Trataron de despertar al padre del soldado, con suaves golpes en la espalda. Pero no quiso moverse; lo sacudieron tomándolo de los hombros ni siquiera movió la cabeza, ni abrió los ojos. Levántate padre; – dijo un campesino de unos cuarenta años -, despídete de tú hijo. El viejo no se movió, lo sacudieron más fuerte, su sombrero cayó al suelo. Se acercó el cantinero, atraído por el alboroto. Miró, tocó, palpo el rostro del viejo, abrió su camisa, y colocó su mano sobre su pecho.

Idiotas, – dijo -, este hombre está muerto y todavía siguen cantando. Resulto que el viejo se había quedado dormido y pasado a mejor vida. Su hijo menor dormía su borrachera en el suelo, lo arrastraron hasta un costado de la sala. El futuro soldado lo miraba, sin saber que hacer, sujetaba una copa vacía y de su otra mano colgaba la guitarra. Los abrigos de los curiosos que se acercaban a mirar el muerto pasaban a rozar las cuerdas, y la hacían sonar como si alguien estuviera tocando una nota fúnebre.

Así es la vida, dijo el conscripto ebrio hasta casi perder la noción de lo que sucedía. Levantó el brazo que sostenía la guitarra, y caminando con la inseguridad de los borrachos, fue a dejarla sobre el cuerpo de su hermano menor que dormía bajo la ventana. Se inclinó, – dijo -, la guitarra es tuya Pedro, luego se enderezó con dificultad y se quedó inmóvil mirando el alcohólico sueño profundo de su hermano.

¿Por qué no te despides de tu padre, – dijo una voz que salió del grupo y que no identifiqué -, en lugar de quedarte parado como un imbécil? El futuro soldado deshizo el camino y se acercó al grupo que rodeaba el cadáver que yacía tendido sobre dos mesas en donde lo habían acomodado. Se inclinó, a modo de despedida lo besó en la frente, luego se persigno, tomó la valija de madera que estaba bajo la mesa y caminó hacia la puerta. Miró a su hermano menor que seguía durmiendo en el suelo.

Media hora después llegó una ambulancia. Se llevó el cadáver, los curiosos se dispersaron. Los hijos, todavía borrachos, se fueron a hacer los trámites para retirar el cadáver desde el departamento de Salud e iniciar el viaje de regreso a su isla llevando el cuerpo del viejo para su velorio.

Territorio Cultural: Luis Mancilla Pérez

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