Mucho esconde la historia, señora que da alabanzas a los que ganan, y corona de elogios a los triunfadores; en Chiloé por más de dos siglos se ha hecho la distraída o la desmemoriada cuando no ha mentido.
Esa historia alguna vez dijo que los Williches de Chiloé siempre fueron obedientes y resignados, quizás felices; premeditadamente olvidó que los encomenderos nunca más pudieron dormir tranquilos desde aquella vez cuando se sublevaron los indios de las islas y los caseríos de la costa interior de la Isla Grande, los indios de Quinchao, Quilquico, Terao mataron a los señores que engendraban mestizos en las indias de “buen parecer”, asesinaron a quienes los maltrataban. En febrero de ese año los tercios de la milicias de Castro se fueron por los montes y descampados “de cuartel en cuartel, anduvieron desbaratando juntas de indios para que no hubiesen ligas y tomasen cuerpo de gente que se atreviera a entrar a la ciudad a saquearla y prenderle fuego”. La historia muere con cada anciano y resucita premeditadamente mal escrita por los que siempre ganan.
Pasaron muchos años los indios cabeza gacha simplemente obedecían, y pasaron dos siglos y los indios fueron necesarios. Los mestizos escaseaban, se habían ido a la guerra, y si no murieron regresaron inválidos; y no servirían para defender la isla de la invasión de los chilenos; para algo deberían servir esos indios pelos tiesos a quienes se ha prohibido que aprendan a leer y a escribir. Faltaban brazos para ayudar a la muerte.
El viejo coronel Ramón Vargas, muy condecorado comandante de las milicias creó el batallón de “Volteadores”. Eran cientos de indios huilliches armados con garrotes de luma; tenían el trabajo de rematar a los heridos en el campo de batalla, “los volteaban de un solo mazazo”.
Sin piedad alguna, a los enemigos del Rey y la Santa Religión, había que borrarles el alma de un solo estacazo. Así lo ordenaban los curas y los españoles que mandaban en la isla. Así lo ordenó el anciano coronel Vargas que en 1815 con su batallón de chilotes por las alturas del altiplano, para no gastar bala, anduvo a palos matando a los quechuas y aimaras rebeldes de Cinti, Arpajo y Carpalla.
EL TRATADO DE TANTAUCO
En medio de un viejo puente de madera, protegidos por una rustica carpa de lona, atada a cuatro varas sujetadas a los costados del viejo puente, dos generales firman un tratado que redactaron cinco militares, dos sacerdotes, un abogado y dos comerciantes.
Encima de un río, empozado en un pantano de árboles secos, se pone fin a catorce años de miseria y guerra. Los chilotes dejaran de ser soldados migrantes, ya no serán obligados a ir a combatir al Alto Perú, dejaran de esconderse en la espesura para no ser enganchados por la fuerza y llevados a ser soldados cabalgantes en la guerra a muerte que tozudamente mantiene Benavides en Arauco, ya no desaparecerán en la bodega de un Caleuche que los llevara hasta Quilca para ser obligados a caminar desiertos, y recorrer los caseríos de las Serranías Peruanas, andar matando indios, defendiendo los dominio de un Rey que si existe no sabe dónde queda Chiloé.
Encima de un río, estancado en pajonales donde anidan bandurrias y trieles, el Gobernador que desde hace dos años viene pensando cómo hacer una guerra y adrede ser derrotado sin que nadie sospeche como se planificó la derrota. Ahora firma un tratado donde los chilenos conceden el perdón a los derrotados, y gobernaran Chiloé, y se alternaran en los empleos; los chilotes podrán votar pero nunca elegir siempre obedecer nunca gobernar. Los vencedores se turnaran en el poder.
Sobre un puente viejo se firma un tratado que garantiza el derecho de propiedad y de herencia sobre las islas cuyos habitantes son entregados bajo la firme promesa que los generales españoles podrán regresar a su país creyendo que los derrotados fueron los otros, aquellos que se quedan en la pobreza y no están entre los militares, los comerciantes, los frailes y los aristócratas que rodean la mesa, sobre el puente, encima del rio, donde se firma ese tratado que se jura sobre los evangelios y se consagra con misa de gran ceremonia.
Los generales arrían la bandera de España y solemnemente izan la bandera de Chile. Para los chilotes nada ha cambiado.
EL CARRETON
Manuel “Mañuco” Gallardo tiene un loro verde tornasol al que le enseñó a decir groserías, y a silbar la marcha de granaderos con la cual lo despierta todas la mañanas, y le enseñó a beber chicha mezclada con aguardiente. Manuel Gallardo y su loro mal hablado día por medio van hasta el boliche del “Cabezón” Díaz.
La diana loro mariconero; le grita cuando quiere escuchar la música del año que estuvo en la guerra.
A Mañuco Gallardo le faltan las dos piernas y anda colgando de dos muletas cuando no está arriba de su carretón arrastrado por un caballo pintado como un mapa de un mar blanco con muchas islas negras. A Mañuco una bala de cañón le voló las piernas cuando en las ciénagas de Mocopulli defendió Chiloé de la invasión de los chilenos; después se le pudrieron las heridas y se las tuvieron que cortar arriba de las rodillas. A causa de eso estuvo loco durante varios años; y perdió la memoria. En ese tiempo murió su mujer y su hijo murió de chavalongo. Él no se enteró de nada porque a los locos nadie les explica nada, ni hay porque explicarles con estar locos ya les basta y le sobra en esta vida.
Los días que viene al pueblo se sabe que Manuel Gallardo regresa borracho a casa porque va insultando a la gente, y en el sendero se escucha el eje de su carro chirrear como un lamento de dolor y soledad de ánimas en el Purgatorio que espanta hasta los brujos.
Territorio Cultural: Luis Mancilla Pérez