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Cuando el Che comió cazuela de gallina castellana

Textos de Luis Mansilla Pérez.

Aun muchos dudan que alguna vez el Che pudo haber andado por estos lados, especulan qué cuándo y cómo, y por qué.Pero la verdad es que un día se apareció por Chiloé Ernesto “El Che” Guevara; dijo venir a estudiar la posibilidad de comenzar la liberación americana instalando una guerra de guerrillas en la Cordillera de Piuche. Lo cierto era que hacía poco más de un año que Pilchita había escrito a Cuba planteándole al compañero Fidel la posibilidad de iniciar una revolución en Chile. Especialmente en Chiloé, en esa carta habló de la agreste selva chilota, pero escondió los aguaceros, las escarchas repentinas, los ventarrones de mal espíritu.

Un día de invierno, en Achao, desembarcó el Che, se subió a un destartalado microbus que llevaba sacos de papas y corderos amarrados en el techo y partió rumbo a Castro. Se bajó en un mercado abarrotado de gente, y preguntando, y preguntando, llegó donde Pilchita, conversaron largas botellas de vino hasta que se decidió ver de mutuo propio el escenario de la que debió ser la primera guerrilla en Latinoamérica. Planearon arrendar un viejo jeep LandRover que se oxidaba abandonado al final de calle Ramírez, frente al taller de Varoli Mancilla Mohl, este con su experiencia de camionero que había recorrido Chile desde Punta Arenas hasta Antofagasta, pasando por las soledades de las pampas argentinas, improvisó una larga charla de las maravillas y defectos del LandRover, cuando supo que era para viajar por las sendas de barro que llevaban hasta la agreste cordillera del Piuche, le dijo a los jóvenes aventureros que en subidas muy inclinadas se ahogaba, como asmático, comentario que descompuso el carácter del Che. Luego de un párele compañero que el asma es algo congénito, y no hay diablo ni santo que a vos te mejore; dejó que Varoli siguiera disertando de las virtudes y defectos del LandRover; le habló de su caja de seis velocidades y la dificultad para conectar la doble tracción.

Y después de beber una caña de tinto, acodados al mostrador del bar de don Marciano Muñoz, se decidieron probar el estado mecánico del jeep y partieron a recorrer cuanto sendero llevaba hasta donde comenzaban los montes de tupido matorral y varias veces se bajaron a caminar por bosques enormes como catedrales repletas de silencios que dejaban al Che mudo de asombro. Era tarde, casi oscurecía, cuando regresaron de esa excursión hablando de cómo llegar a las costas del lado del Océano Pacifico.

Pilchita y el Che quisieron ver si podían cruzar por Gamboa Alto y se fueron a hablar con el sastre Benavides que tenía su sastrería en calle Blanco y había habitado por esos lugares escondiéndose de la persecución de la Ley Maldita; este le recomendó fueran a hablar con los hermanos Manquemilla, músicos de la orquesta que tocaba el pasacalles en la fiesta patronal de la Virgen de Gracias; el mayor había sido buzo de escafandra, y le habló al Che de paisajes submarinos, de los enjambres de locos haciendo flor en las rocas cuando era el tiempo de aparearse y de las extensas planicies sembradas de choros zapatos más grandes que los bototos de usted. Y el Che humeaba como una locomotora mientras fumaba sus puros subiendo montes, bajando quebradas, vadeando arroyos y vertientes entre túneles de helechos ampes y quilantales. Enormes canelos, y envejecidos coihues entorpecían el camino; parecía giraban dando vueltas y vueltas por la tupida selva sin llegar a ninguna parte, caminaban durante dos o tres días y regresaban al punto de partida. Taciturno el Che anotaba en su libreta. Pilchita, con su barba rubia y sus ojos azules no podía salir de su asombro. Estar acompañando a su máximo héroe para organizar la guerrilla que instalaría el poder popular en toda América.

Para la organización de la expedición no se fijaron en gastos, total el gobierno de Fidel con aportes de la URSS financiaba esta investigación para liberar al pueblo americano de las garras del imperialismo yanki; así que en junio, en un día de temporal el Che, Pilchita, y dos voluntarios de la JJCC, se aperaron de mochila, lámpara petromax, gruesas frazadas; aún no se inventaban los sacos de dormir, y víveres para siete días, una carpa de lona, una brújula, dos cajas de puros, cinco botellas de vino y tres gallinas para ir hasta Huillinco, y allí conseguir un bote para cruzar hacia Cucao. Al mediodía del jueves fueron a cerrar el trato del LandRover, llevaban una gallina castellana de regalo. Esa fue la vez que el Che en casa de Varoli Mancilla Mohl comió un plato de cazuela de gallina arvejada.

 Se repitió dos veces, ese joven grande y barbudo que después del almuerzo fumaba como una locomotora; decía Dina Pérez recordando  la vez que el che Guevara almorzó en su casa.

Al amanecer del otro día acomodaron su carga en el traqueteante Landrover y partieron a iniciar una guerrilla que nunca existió. En Huillinco debieron esperar hasta que algún chalupón de indios los llevara a Cucao. Estuvieron toda la noche y la mañana encerrados en una carpa soportando la lluvia de un tiempo muerto, y en la incertidumbre de la espera, el Che recordó el sabor terrenal del humeante plato de cazuela con un enorme muslo de gallina y una papa grande como una ballena apareciendo en un mar de islotes de zinilas, arvejas verdes, y  redondelas de zanahorias. 

Al otro día después de navegar durante casi dos horas por los lagos llegaban a Cucao y comenzaron a caminar por la costa; durante seis días anduvieron buscando un puerto donde pudieran desembarcar los guerrilleros que iniciarían la liberación de América del capitalismo yanki. En el camino se encontraron con cazadores de lobos que regresaban desde la isla Metalqui, saludaron a buscadores de oro que montaban peludos pequeños caballos chilotes con sus herramientas amarradas al anca, y a los indios que bajaban desde los alerzales ubicados en lo más alto de la cordillera. Una tarde vieron morir una ballena que durante varias horas agonizó varada en los arenales de una playa que en ningún otro lugar del mundo existe. A los aprendices de revolucionarios la memoria se les fue llenando de asombros terrestres y lunas y soles cayendo por el abismo del horizonte lejano escondido en el aletear de multitudes de gaviotas. Los salvajes ríos embestidores y correntosos perduraron en los recuerdos donde los cardúmenes de peces semejaban ser pastizales en el mar. Al Che se invadio de tanto asombro que tuvo miedo de creer en Dios y adquirió la certeza que esos lugares no necesitaban una revolución porque nunca podrá nacer un hombre tan cobarde capaz de destruir tanta belleza.

Cuando regresaron a Castro, durmieron dos días completos, al tercer día se fueron a jugar una pichanga en la cancha de la Escuela Superior. A los muchachos de la Ramírez el barbudo que jugaba de arquero por el equipo de calle San Martín, con una boina equilibrándose en su larga y oscura melena, les pareció ser uno de los tantos universitarios con ínfulas de revolucionarios que de vez en cuando se aparecían por Chiloé.

A la semana después el Che partió a Puerto Montt, para tomar el tren y seguir viaje a Santiago. El resto es historia conocida.

Territorio Cultural: Luis Mansilla Pérez

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