María Fernanda Díaz Vidal
Licenciada en Ciencias Jurídicas y Sociales
Por las recientes campañas políticas del plebiscito, pareciera que el desafío que se nos impone con este proceso constitucional es el de ganar una o varias elecciones. Ganar el apruebo o rechazo, la convención constitucional o mixta, tal o cuál constituyente o tal o cuál texto al final del proceso. Cada una de esas opciones pareciera cerrar el proceso, la disputa, el desafío: si gana nuestra opción, ganamos. Si pierde, perdemos. Como si estuviéramos haciendo una apuesta en un casino, aunque con mucha mayor convicción que cuando apostamos al rojo o al negro.
Esa invitación es mucho más difícil que ganar una o varias elecciones. Como seres humanos, nacemos distintos y con ello, nace también la dificultad del acuerdo (aunque también la posibilidad de la libertad, decía Arendt). Pensamos distinto, actuamos distinto y muchas veces cometemos errores, por lo cual constantemente no sólo requerimos de nuestra capacidad de juzgar y reprochar sino que también de empatizar y perdonar. Eso sumado a que la globalización y el avance del capitalismo financiero ha hecho difícil llamar a nuestras sociedades contemporáneas, comunidades. A medida que compartimos noticias, productos y relaciones con habitantes de otras zonas del planeta, se aleja nuestra relación con la tierra que pisamos y los sujetos que se encuentran en ella. Y estas dificultades aún no abordan la segregación socioeconómica que caracteriza a la sociedad chilena, las diferentes realidades que vive cada una de sus regiones o entre el campo y la ciudad, o los conflictos sociales heredados de nuestro pasado colonial. En otras palabras, aun dando por sentado el triunfo electoral, el desafío político profundo que encierra el proceso constituyente parece ser más complejo, y lleno de obstáculos que simplemente ganar una o varias elecciones. Descrito así, en contra de los ánimos triunfalistas de cada una de las opciones plebiscitadas, pareciera que tenemos todo en contra para vencer.
Posicionarnos frente al plebiscito sólo como una contingencia electoral no sólo esconde este desafío profundo sino que dificulta el encuentro necesario para eventualmente sentarnos a conversar sobre qué principios guiarán nuestra comunidad y con qué reglas tomaremos decisiones en el futuro. Esta campaña parece mostrarnos una diferencia insalvable entre aquellos que defienden el apruebo y el rechazo (y aquí no me refiero solo, ni principalmente, a los líderes políticos que defienden cada una de estas opciones). Pero no sólo eso, sino que incluso entre aquellos que comparten una misma opción electoral, parecen existir profundas distancias que impiden trabajar en conjunto, ni siquiera momentáneamente. Los distintos comandos por el apruebo – Que Chile Decida, Chile Aprueba, Yo Apruebo y Chile Digno – son muestra de diferencias difícilmente explicables por el contenido político de la opción que defienden. Sin ir más lejos, el hecho que en una comunidad pequeña como Ancud existan iniciativas de campaña del “APRUEBO” descoordinadas entre sí y con poca convocatoria habla también en este sentido. ¿Cómo vamos a ser capaces de tomar un acuerdo sobre cuestiones fundamentes de nuestra vida en sociedad para los próximos años si ni siquiera quienes estamos de acuerdo podemos superar las otras brechas – de edad, socio-económicas, militancias, etc. – que nos separan?
Aunque el panorama parece adverso, yo diría que existen algunas posibilidades a las cuales echar mano. En términos generales, comunidades pequeñas como en las que vivimos se caracterizan por compartir lazos de confianza que trascienden las militancias políticas e institucionales, o incluso distintas opciones políticas. En su lugar, estas relaciones sociales se sustentan en la historia de la comunidad, las relaciones que históricamente han tenido las familias que la componen y el encuentro en espacios públicos. En esa misma línea, la posibilidad del encuentro físico – aun en el contexto de la crisis sanitaria – ofrece mayores oportunidades para la construcción de confianzas y cercanías con otras. Compartir una identidad cultural que se expresa, por ejemplo, en el humor o en ciertas prácticas cotidianas como la sobremesa o la siesta (que, aunque parezca superficial, le da un ritmo particular a nuestra vida), nos acerca más de lo que nos aleja. Así, junto con ejemplos de desencuentro, nuestras comunidades nos muestran ciertos caminos por los cuáles acortar las múltiples distancias que parecen separarnos.
En ese marco, mi invitación sería a afirmar los puntos de encuentro en vez de las diferencias, mirando el contexto en el que vivimos y las oportunidades que éste nos ofrece para ello. Y que el ensayo en el ejercicio de acercarnos a los otros (y construir confianzas y lealtades) sea un ensayo constante en cada acción política que emprendamos. Porque si no somos capaces de hacerlo con quienes compartimos la cotidianidad y espacios públicos o con quienes estamos de acuerdo en el fondo, veo mucho más difícil que lo logremos con aquellos que viven otras realidades del país o con quienes vamos a estar en desacuerdo. Y con ello, es aún más improbable que esta comunidad política llamada Chile pueda triunfar en acordar cuál será su futuro para las próximas décadas.
El Guardian del Mito: Rosabetty Muñoz